Vavel 80's: la década de los villanos
Freddy Krueger, afilando sus cuchillas. (Foto (sin efecto): Neopunch)

Hasta finales de los 70 y durante la década de los 80, los villanos de las películas habían sido los elementos reflejos de los héroes, con respecto a los cuales, más que definirse, se lucían. La maldad antes de esta época dorada era más impersonal y arquetípica, algo que debía amedrentar al espectador para cumplir con el precepto básico de la narrativa de ficción: que el bueno es el más virtuoso y el malo es lo peor de lo peor. Mafiosos, asesinos, robots desquiciados, monstruos de todo pelo… Los villanos eran productos de guiones más planos y quizá previsibles. Hasta la llegada de los 80.

El gran cambio de esta década en cuanto a los malos de las películas era la ruptura de esa dicotomía absoluta entre el bien y el mal.

Llegaba la época en la que la generación de cinéfilos que se habían criado con los grandes clásicos en blanco y negro de la serie B tomaban el relevo para plasmar en la gran pantalla el fruto de sus propias inquietudes. El gran cambio de esta década en cuanto a los malos de las películas era la ruptura de esa dicotomía absoluta entre el bien y el mal, apelando al malo que lleva todo adolescente dentro hasta el punto de dotar a los villanos de múltiples estratos de complejidad ocultos tras una aparente simpleza: la de perseguir y matar implacablemente a sus víctimas. Pero lo cierto era que estas némesis consiguieron algo que poco se había hecho anteriormente: que el espectador llegase a identificarse más con ellos que con las víctimas o los propios héroes (y de eso es testigo el merchandising que incluso hoy vende más figuras del malo que de sus pobres víctimas).

Los antecedentes inmediatos de este cine de “malos” son numerosos, pero podríamos quedarnos con dos que influyeron notablemente en la posteridad. Por un lado el Halloween de John Carpenter (1978) y La matanza de Texas de Tobe Hooper (1974), filmes que consiguieron, a saber si pretendidamente, forjar auténticos fans de Michael Myers y Leatherface respectivamente, sus icónicos villanos.

Las claves de estos títulos propulsaron el método narrativo de los grandes clásicos que siguieron. En 1980 irrumpía con fuerza Viernes 13 (Sean S. Cunningham), lanzando a uno de los malvados más reproducidos en todo tipo de soportes. Jason es un tipo enorme, viste un mono sucio, oculta su cara tras una máscara de portero de hockey y se vale de cualquier instrumento de punta o filo para perseguir a sus víctimas y acabar con ellas en un ciclo de venganza sin fin.

Ésta y sus secuelas, no solo demostraron que el género funcionaba perfectamente, sino que nos hizo olvidar la ridícula torpeza del casting de víctimas, aparentemente más interesadas en ponerle las cosas fáciles a su verdugo que en salvarse. Pero sería un error creer que los realizadores de este cine eran conscientes de la impronta que estaban dejando ya que, pasado el tiempo, la actriz Betsy Palmer (señora Vorhees) renegó de la película, tildándola de “montón de mierda”, admitiendo que solo había participado porque necesitaba un coche nuevo (algunos apuntan que eran unos pechos nuevos lo que quería).

En 1984 surge la variante más onírica y gamberra del género con Pesadilla en Elm Street (Wes Craven). El rizo se riza con Freddy Krueger, un villano que no solo es implacable y voraz en su ansia de sangre, sino que vive en el mundo de los sueños y nos ataca mientras dormimos. ¿Acaso hay callejón sin salida más angustioso? Todos debemos dormir, ¿no? Craven se había inspirado en una serie de eventos reales para crear a este icónico personaje ataviado con un raído jersey de rayas, sombrero y su inconfundible guante de cuchillas. Sin embargo, gozaba de las coordenadas del malo recurrente del momento: casi invulnerable, implacable y tendente a volver por mucho que creyeras haberlo matado. A esto, Craven le añadió su propia seña de identidad: una ironía y un humor negro que lo convertirían en objeto de admiración hasta nuestros días.

Ese mismo año, James Cameron, fascinado por 2001 de Kubrick, dirige una de sus mejores películas: Terminator. Si bien a priori la máquina, fantásticamente encarnada por un inexpresivo Arnold Schwarzenneger, que viene del futuro para acabar con la madre del líder de la resistencia, puede escaparse un poco de los cánones que nos ocupan, lo cierto es que no solo los lleva en su ADN cinematográfico, sino que explora y amplía aspectos que ya conocíamos. El Terminator es una máquina inasequible al desaliento, programada para cumplir con su misión de exterminación hasta las últimas consecuencias. No piensa, no tiene remordimientos y carece de las debilidades de un ser vivo.

Foto (sin efecto): TheGuardian

Pero la década de los 80 no solo nos ha traído malvados humanos o pseudohumanos, sino también criaturas más grotescas aderezadas con un creciente estilo gamberro característico de la época. También en 1984 llegaron a las pantallas los Gremlins (Joe Dante), unas criaturillas capaces de hacernos sonreír mientras realizaban las trastadas más extremas, y en 1986 los Critters (Stephen Herek), unos diminutos peluches carnívoros que se escapan de una prisión espacial para llegar a la Tierra. Critters fue el reflejo de una década en la que no se sobreprotegía tanto al espectador, ya que su calificación era para mayores de 13 años y su contenido era de un sanguinarismo difícilmente igualable.

Los Critters, unas criaturas monísimas. (Foto (sin efecto): Horrorsnotdead

Son solo unos cuantos exponentes de una década en la que los éxitos del cine en general, y de la ficción en particular, se realizaban a base de riesgo y fe en una apuesta. No había prácticamente rodaje en el que el director no estuviese a punto de tirar la toalla o el productor de arruinarse. Estas y otras películas elevaron al villano a un podio que no había ocupado hasta el momento con tanta preminencia. Con su rupturismo, su estilo más o menos irreverente y un evidente desapego por lo políticamente correcto, el cine de villanos de esta década ha puesto, sin proponérselo, en evidencia el encorsetamiento actual que no deja respirar una creación sin pasarla por infinidad de filtros éticos y estéticos. Cada cual tiene su interpretación de aquel momento, pero lo cierto es que no deja indiferente a nadie. Por algo será.

Ah, y otra cosa. Volveré.

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