Kevin Carter, atrapado en el obturador de la vida
Foto: lavozdelmuro.net

Todo aquel que sea fotógrafo profesional o aficionado, es perfectamente conocedor de la crucial importancia del obturador en el funcionamiento de una cámara y la calidad de la fotografía. No en vano la fase de exposición es absolutamente determinante en el proceso fotográfico. La citada fase depende de la intensidad luminosa controlada por el diafragma y el tiempo de exposición regulado por el obturador, que deja pasar hacia el sensor una cantidad de luz concreta en un determinado espacio de tiempo.

Una vez argumentado uno de los procesos fundamentales del arte de la fotografía, puede llegar a desarrollarse y comprender un poco mejor la vida del histórico reportero gráfico y fotógrafo profesional, Kevin Carter. Nacido un 13 de septiembre de 1960 en Johannesburgo no tardó en percatarse de que ser blanco en Sudáfrica era como ser la cría de un león en mitad de una Sabana repleta  de herbívoros. Lo cierto es que aquella situación de privilegio jamás le agradó y, por ello decidió que la mejor manera de iniciar su cruzada contra el “Apartheid” era dedicándose al periodismo, concretamente como reportero gráfico. Oficio en el que se inició a la edad de 24 años en el The Johannesburg Star, en el que fue testigo diario de la sangre que se derramó incesantemente en las calles de Soweto y todo el país.

Kevin Carter, “El Buitre”

Lejos de pasar a la historia como reportero gráfico de guerra, como testigo del tortuoso proceso que se vivió en su país, se convirtió mundialmente célebre gracias a una fotografía conocida como “El Buitre”, que le valió para obtener uno de los mayores reconocimientos que puede lograr un reportero gráfico a lo largo de su carrera, la consecución del premio Pulitzer en 1994. Paradójicamente  el documento que le hizo mundialmente famoso, acabó convirtiéndose en detonante del fatal desenlace en la vida de un fotógrafo que se expuso demasiado. Un profesional que bordeó en infinidad de ocasiones la barreras éticas, persiguiendo precisamente todo lo contrario a lo que llegó a ser acusado, por convertirse en testigo de la muerte y la injusticia sin hacer ningún tipo de intervención activa en la escena. Injustamente, su pasividad, su frialdad profesional, fue erróneamente enjuiciada, puesto que el ojo de Kevin Carter logró captar en documentos gráficos, momentos de dolor, horror y desesperación, arriesgando su propia vida. En todo momento con el objetivo de remover la conciencia de aquellos que contemplaban su magnífico trabajo cómodamente, a kilómetros de la escena, sin atisbo alguno del más mínimo peligro cercano.

Foto: Kevin Carter
Foto: Kevin Carter

En el caso de la icónica fotografía, fue tomada por Carter en 1993 en Sudáfrica, al sur de Sudán, a la edad de 32 años, tras casi una década cubriendo los horrores de la guerra y la crueldad del ser humano. En aquella foto captó las desgarradoras consecuencias de la guerra, de la vileza humana: la enfermedad, el hambre, la muerte. En un paraje cercano a un centro de ayuda humanitaria de la ONU, camino del helicóptero que le debía devolver sano y salvo a casa, la dantesca escena de una niña exhausta y desnutrida, vigilada a pocos metros por la amenazadora  presencia de un buitre como afilada metáfora de la muerte, activó su instinto periodístico y su cerebro reptil de tal manera, que se detuvo para captar una de las fotografías más influyentes de la historia, especialmente en lo que al hambre en África se refiere. Evidentemente el espíritu de reportero total de Carter, identificó al instante que la escena le podría reportar beneficios económicos, pero que a su vez serviría para remover conciencias en todo el planeta sobre el endémico problema del continente africano; pero el reportero, que tocó fondo, no tuvo tiempo, ni capacidad, para procesar el hecho de que si con aquella foto había traspasado todas las barreras éticas posibles.

¿Ayudaste a la niña?

Recibió reconocimientos a nivel internacional, pero las preguntas inevitables acabaron por hacerle zozobrar tanto a nivel humano como psicológico. Aunque la polémica y el debate fueron intensos, el mundo reconoció la exposición e intrepidez del reportero, pero inevitablemente tras las felicitaciones llegó una pregunta que le incomodó de tal manera, que prácticamente le hizo enloquecer: ¿Ayudaste a la niña? Aquella pregunta junto al fallecimiento de su compañero Ken Oosterbroek en un tiroteo en Tokoza, (seis días después de ganar el Pulitzer) abatido por una bala que siempre consideró que debería haber sido para él, le hicieron plantearse seriamente el papel que había interpretado desde el primer minuto en el que se dedicó a la fotografía profesional de guerra, a la constante exposición al peligro actuando con absoluta frialdad. Apretando el disparador de su cámara como testigo, viendo gente matarse y morir con machetes, kaláshnikov, o una lanza, captando el documento con la suficiente lejanía moral y cercanía profesional, como para no implicarse emotivamente en las desgarradoras escenas.

“Bang Bang Club”, la profesión al límite

Como componente del conocido “Bang Bang Club”, Kevin Carter, Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y João Silva, cuatro fotógrafos profesionales expuestos a diario a la sangrienta escalada de locura y violencia que se vivía en Tokoza y Katlehong, la muerte se convirtió en su habitual escenario de exposición. Los citados reporteros llevaron la profesión al límite, posiblemente por ello Kevin Carter quedó atrapado en el obturador de aquella vida al borde del precipicio. Una vida profesional de auténtica locura que intentaron sobrellevar con la coraza de las drogas, concretamente Carter, era consumidor habitual de «White Pipe» un cóctel explosivo de marihuana, mandrax y barbitúricos, con el que se aisló sentimentalmente de todos los horrores que documentó y ante los que pretendió permanecer ajeno. Como mero testigo e informante de una vileza humana a la que él mismo sucumbió, porque acabó identificando como propia.

Debate mundial sobre la moralidad periodística

La histórica fotografía le hizo ganar el Pulitzer, pero el hecho de que Carter abandonara a la esquelética niña y permaneciera casi veinte minutos aguardando una fotografía quizás más impactante, con el buitre pasando a la acción, le hizo ganarse millones de detractores en todo el mundo. La foto fue publicada por The New York Times en marzo de 1993, y las reacciones no se hicieron esperar, el debate mundial sobre la moralidad y las barreras que no se deben traspasar en el oficio del fotoperiodismo, le ubicaron en el centro de la escena. Carter había trabajado durante toda su vida con el objetivo de impactar en las conciencias humanas, ciertamente se lucró con ello y lo convirtió en su modo de vida, pero en su momento no se valoró en su justa medida, su contribución y los porcentajes de riesgo que asumió para que el mundo conociera de primera mano lo acontecido en Sudáfrica durante el Apartheid.

Atrapado en el obturador de la vida

La guerra fue su droga vital, quizás por ello cuando Mandela logró el milagro del proceso de paz, la ausencia de esta, sumada a otras circunstancias vitales, le hicieron sucumbir planteándose serias dudas sobre el sentido de su propia existencia. Su adicción a los estupefacientes también intervinieron de forma determinante en su fatal desenlace vital. Pues un 27 de julio de 1994, dos meses después de recoger el Pulitzer, y tres después de las primeras elecciones democráticas de la historia del país que le vio nacer, tomó una decisión definitiva en el devenir de su existencia. Ahogado en el pozo de una profunda depresión, Carter se marchó a la orilla de su infancia, a aquel río en el que como niño blanco jugó ignorante al Apartheid y se suicidó. El legendario reportero gráfico conectó una manguera al tubo de escape de su coche, lo introdujo por la ventanilla, y respiró la muerte.  En el asiento del copiloto dejó una nota como epitafio: “He llegado a un punto en el que el sufrimiento de la vida anula la alegría. Estoy perseguido por recuerdos vividos de muertos, de cadáveres, rabia y dolor. Y estoy perseguido por la pérdida de mi amigo Ken”.

Embriagado por el monóxido de carbono y previo al sueño eterno, Kevin pudo ver la visión de túnel del obturador en el que quedó atrapado, dejó pasar las últimas luces y sus ojos tomaron la última instantánea mientras escuchaba la música que siempre le persiguió: la de la parca, la fría reportera gráfica con ojos de buitre que le miró cara a cara disparando su cámara.

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