Democracia, consultas y leyes
Discurso fúnebre de Pericles, de Philipp Von Foltz (imagen extraída de Wikipedia)

La posibilidad de que Cataluña se independice de España acapara la prensa desde hace mucho tiempo. Es el ejemplo perfecto de cómo presentar un mismo hecho de distintas maneras. Unos afirman que Cataluña es una nación y como tal es lógico que cuente con su propio Estado. Otros, en cambio, defienden que esa posibilidad perjudicaría tanto a Cataluña como a España. No obstante, ambas posturas no dejan de ser reflexiones producidas al amparo de las dos posiciones identitarias en discordia. En cualquier caso, tanto la cuestión nacional como la política ficción han dado paso a otro tipo de debate: la confrontación entre ley y consulta.

Un análisis de este conflicto invita a observar algunos rasgos determinados de lo que es una democracia. Los antiguos griegos entendían democracia como el poder (“kratos”) ejercido por el pueblo (“demos”). Este matiz se apreciaba en las numerosas votaciones que este “demos”  llevaba a cabo en la asamblea ateniense (“Ekklesia”). Sin embargo, con el paso del tiempo, la delegación del poder de la ciudadanía, a los llamados representantes, fue presentada como una condición necesaria para que el sistema funcionara. Pese a ello, hay autores, como Rousseau, que se han opuesto a esta fórmula alegando que a la voluntad no se la puede representar, porque o es una o es otra. Esta crítica presenta además un dilema interesante, y es que si la voluntad de los representados no pudiera ser representada por sus representantes, ¿acaso sería sustituida?

Una vez señalados estos rasgos es posible retomar el tema principal. La postura oficial del Gobierno es que realizar la consulta catalana es ilegal, ya que su convocatoria choca con la legislación del Estado español. A pesar de la negativa, arguyen que dicha convocatoria podría llevarse a cabo si se respetaran los procedimientos establecidos, es decir si se obtiene en el Congreso una mayoría que adapte la normativa a dicho fin. Esta afirmación supone reconocer implícitamente que las leyes no son instituciones inmovilistas y que, por tanto, se trata de una cuestión de voluntad política. No obstante, ese punto de partida es realmente cómodo: se afirma que las leyes actuales no permiten la consulta y tampoco hay una mayoría parlamentaria que desee cambiarlas.

Sin embargo, ¿qué implica este razonamiento? Hacer valer la primacía del Parlamento sobre el propio pueblo, ya que ese juego de mayorías deja fuera al cuerpo de ciudadanos, puesto que éste delegó el ejercicio de su poder. Asimismo, en medio de todo este entramado, surge con fuerza el artículo primero de la Constitución, que nos recuerda que “la soberanía nacional reside en el pueblo español”. De hecho, los contrarios a la celebración de la consulta usan este argumento para defender su postura. Pero, esta fórmula no deja de ser un recurso cuasi retórico al que apelan en ocasiones los regímenes representativos. ¿Por qué? Porque el concepto “pueblo” es un sujeto heterónomo diseñado por la clase política del momento, mientras que la “nación” no deja de ser una construcción histórica.

Por consiguiente, como ambos sujetos no son colectivos delimitados, tampoco es posible afirmar que cuenten con una voluntad definida. De esta manera, históricamente han sido las élites políticas del momento, actuando en nombre de estos, las que han afirmado interpretar esa voluntad y gobernar en base a ella. Existe, por tanto, una delegación del poder, pero no necesariamente una traslación de la voluntad popular a los órganos de gobierno. El último elemento de esta ecuación, la soberanía, se entiende como aquel poder que no debe someterse a límites. En estas condiciones, si hay alguna entidad que actualmente puede considerarse soberana es el propio Estado, puesto que él es el que verdaderamente ejerce el poder. En consecuencia, al Estado podría no interesarle que el poder se ejerza fuera de sus parcelas. Estas limitaciones, características de los regímenes representativos, no se solucionan solo por elegir a los gobernantes. El problema de fondo persiste, y lo hace desde el mismo momento en que Hobbes apostó por delegar el poder político.

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