El cuento del 'rey' tuerto
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Este es un cuento ‘irreal’ y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia:

Existió un país en el que durante un largo periodo de tiempo se rindió pleitesía pagando el diezmo de favor al tuerto, que era el rey. Sus súbditos, enfermos de ceguera, prefirieron mirar hacia otro lado respecto a la evidente ‘realidad’ de que el bribón, asido al timón de su impunidad surcó los mares saqueando botines con parche en el ojo, garfio y pata de palo. Bajo un ficticio modelo de poder y sociedad democrática -que tanto costó- y se adjudicó en gran medida el personaje en cuestión, siguió desarrollándose de manera encubierta aquella teoría del derecho divino del poder real.

Con su trato campechano, paternal para con su pueblo y un absolutismo disfrazado de transición democrática y modernidad, creyó ser la ley con la connivencia de los poderes fácticos y el vergonzoso silencio del cuarto poder. Al monarca tuerto tan solo le faltó proclamar aquella frase que se le adjudicó a Luis XIV de Francia, que conocedor de que no existían límites jurídicos ni de ninguna otra índole que se interpusieran entre sus ideas y la práctica de las mismas, declamó: “El Estado soy yo”. Al amparo de la ceguera de un pueblo que tras sufrir casi cuatro décadas de dictadura, eligió la ablepsia de la monarquía parlamentaria como mal menor, fue entronizado/canonizado. Y el rey tuerto hizo suyo aquel concepto surgido en la España del siglo IX respecto a la sangre azul y su superioridad respecto al resto.

Mientras los ciegos campesinos y trabajadores se quemaron bajo el sol, el tuerto, el bribón, con sus muñecas pálidas y venas teñidas de azul, se bronceó en la cubierta de su balandra de vela. El filibustero, que poseía una 'bárbara' visión en su ojo bueno, comprobando que sus súbditos seguían ciegos, no dudó en hacer gala de su insaciable ambición. Tanta como para contraer la argiria, enfermedad producida por haber estado expuesto de manera excesiva y prolongada a la plata. En bandeja de plata, bien comido y servido, hizo de su capa un sayo con la concepción argentina de la misma. Y el tuerto ‘corinado’, hizo volar la ‘plata’ en clase businnes hacia esos paraísos fiscales en los que jamás la encontrarían.

Pero el tiempo, aquel juez implacable  y revelador de la verdad, convirtió en conquistador emérito a ‘Don Juan’ -aquel que creó Tirso de Molina-. En palacio los otrora gruesos muros comenzaron a ser de cristal, y aquellos súbditos que miraron hacia otro lado dejaron de considerarle una divinidad. Se atisbaron entonces a través de ellos vergonzosas situaciones, que fueron debidamente ocultadas en el país que eligió la ceguera como mal menor. Ya lo avisaron los hermanos Bécquer, cuando Gustavo Adolfo escribió y Valeriano dibujó un álbum de láminas procaces e irreverentes, con el seudónimo de Sem, respecto a los excesos de todo tipo del linaje bribón.

Con el árbol raído resultó mucho más sencillo ver el parche en el ojo y la pata de palo del personaje, pero fue incluso más vergonzoso comprobar cómo durante tantos años, el cuarto poder se mantuvo en silencio y actitud absolutamente servil hacia los otros tres poderes y por extensión hacia el soberano.  Es más durante mucho tiempo rodaron las cabezas de aquellos que intentaron hacer ver al resto la bajeza de la alteza ‘realidad’. Y aunque los ciegos comenzaron a ver, el tuerto siguió siendo rey y, los bribones siguieron surcando su azul, intocable e inaccesible mar. El mar de un estado en el que absolutamente toda su estructura fue establecida como súbdita a la piel blanquecina y marmórea de la presunta perfección, pureza, superioridad e incorruptibilidad de esa sangre supuestamente divina.

Pero claro como todo este relato no corresponde a más que un cuento sobre lo humano, lo divino y lo natural, sobre una fantástica ficción de la realidad, el peso de la justicia nunca caerá, ni las leyes serán aplicables a la condición de tuerto de aquel rey que fue la ley y jamás existió...

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