La última cruzada
"Es duro ser amado por idiotas", se lamentaba Mahoma en una caricatura de Charlie Hebdo.

Vivimos tiempos de confusión, los cimientos de aquellas sociedades occidentales que habían llegado al fin de la historia se mueven. Las amenazas vienen de todas partes. La cohesión interna se deshace como un azucarillo, y los episodios de violencia van llegando. La muralla de la gran Europa se tambalea y ya no podemos seguir mirando desde la barrera. Observamos aterrorizados cada ocasión en la que descubrimos que los muertos también los podemos poner nosotros. Espejismo fugaz del que no sacamos ninguna lección. Choque de civilizaciones, cruzadas, ley y orden. Criterio similar al que usarían los asesinos de ayer poco antes de lanzarse a la batalla. Ellos, nosotros y el duelo definitivo: los pasos necesarios para lograr el definitivo orden mundial. Con nuestras normas, claro.

La verdad es que no tengo demasiado conocimiento sobre el Islam, más allá de saber que es una religión monoteísta que, como tal, prohíbe ciertas cosas, predica una serie de normas y tiene una visión machista de la sociedad. Y es la verdadera, por encima de todas las demás que predican más o menos lo mismo. Muchas personas la practican con más o menos normalidad, otros usan el Corán como doctrina que dicte la sociedad, regule la economía y dirija la política. Y ven infieles por todas partes. La mayoría no cree que tenga que conquistar nada. A los radicales, hagamos lo que hagamos en Occidente, nunca les haremos desistir de su idea imperialista, la base de sus actuaciones. La pregunta, pues, es qué tenemos pensado hacer para convencer a la gente corriente. La respuesta mediática hace que esta pregunta se difumine bajo un manto de medias verdades y apelaciones a la defensa de nuestros valores.

¿Cuáles son estos valores? ¿En qué quedaron? ¿Existieron alguna vez? ¿Sobre qué bases se ha construido la democracia liberal occidental? ¿Cuánta sangre se ha derramado en su nombre? Locura es intentar imponer la sharia a través del terror, y creer poder conseguirlo. Pero esa locura nos sirve para dar la espalda a nuestros propios fantasmas. ¿Quién ha alimentado ese fundamentalismo islámico? Los que intentaron imponer una idea, la sociedad capitalista de libre mercado, a través de bombas, golpes de estado, los asesinatos indiscriminados de civiles. Miles. Sin un solo titular, sin una sola crítica, sin que retumben nuestras conciencias, ni nuestros cimientos. Sin manos a la cabeza ni gritos a la unidad. Ni una sola grieta en nuestro discurso. Nos reconfortábamos tras la etiqueta del nosotros, del yo. Eran nuestras bombas.

“Están en guetos porque no se adaptan”. Las tertulias políticas televisivas completaron ayer un nuevo hito: hablar de fundamentalismo islámico sin mencionar la geopolítica ni las clases sociales. Les felicito. La rueda sigue girando gracias a sus implacables y nunca suficientemente bien pagados servicios. Para encontrar la causa-efecto de la violencia no hace falta buscar mucho. Ideología y necesidad combinan muy bien en tiempos de vacío económico y moral. En Nou Barris hay muchas más probabilidades de hurtos, robos o ataques violentos. Más que en St Gervasi. No es que en Nou Barris sean más psicópatas o les plazca quebrantar la ley –de hecho, en St Gervasi más de uno se puede permitir el lujo de robar a diario, con mayores consecuencias, y con total impunidad. Es que en Nou Barris hay menos dinero. Y mientras haya contradicciones materiales, habrá caldos de cultivo que acaben en violencia gracias a diferentes hilos conductores: religión, ideología o supervivencia. Nadie se suicida por llamar la atención ni salta al vacío por placer. Son las personas que no han obtenido las respuestas que el sistema les prometía. Podemos tratar su fracaso como una cuestión de orden público o como un problema de primer orden político. Ir a la raíz obligaría a una reevaluación completa de nuestro modelo de vida, incluido el sistema económico. Pero podemos enviar policías y ya está.

Y el fundamentalismo islámico, claro, no olvidemos ese monstruo. No conozco las sociedades de lo que consideramos “el mundo árabe”, pero siempre me fascinaron dos ejemplos que quizá deberían inducirnos a la reflexión. Cuando hablamos de “ellos” para compararlos, vía espejo autorreferencial de valores, al “nosotros”, siempre hablamos de la separación entre estado y religión. Al margen de la autenticidad que esto pueda tener en España, país dado a muchas lecciones y pocos aprendizajes, hablemos de la visión secular del estado. Opino que la religión no debería tener nunca ningún papel en la administración pública. Ni una mesilla de noche en la recepción del poder. Y lamentablemente esa situación no se da en los países del mundo árabe. ¿Fue siempre así?

Dos oportunidades liquidadas

Mohammad Mosaddegh era médico, y tenía una visión secular de la política. Y llegó a convencer a los ciudadanos de su país, Irán, para convertirse en primer ministro. Fue elegido democráticamente en 1951 y, entre sus planes, figuraba la nacionalización de parte de los hidrocarburos controlados por empresas transnacionales extranjeras. El lector aficionado a la historia política ya intuye el final de este cuento desde que leyó la palabra hidrocarburos. Pero no murió, solamente fue depuesto y acabó muriendo en 1967. Los americanos apoyaron al Shah de Persia para que se convirtiera en el dictador del país. Los iraníes no pudieron elegir su destino hasta que llegó otra revolución de la que se aprovecharon claramente los sectores que vinculaban la religión musulmana al estado. Hoy Irán es una república teocrática. El secularismo murió con Mosaddegh, y ya nunca levantó cabeza.

En Afganistán los ochenta fueron tiempos de muchos cambios. Como en tantos otros lugares, sus parajes se convirtieron en el centro de la lucha mundial entre las dos superpotencias del momento: la URSS y los EE UU. Unos y otros aprovecharon las contradicciones internas del pueblo afgano para proseguir su particular duelo, marcado siempre por el uso de actores que doblaran su discurso al idioma local del lugar. En Afganistán existía el Partido Democrático del Pueblo que, desde 1978, estaba en el gobierno. Creían en la sanidad y la educación universal, la esperanza de vida en el país aumentó, las mujeres poseían los mismos derechos que los hombres. Hubo más médicos, más derechos para los trabajadores. Hasta que un actor exterior decidió acabar con todos esos logros. El gobierno de los EE UU, diseñador de mundos, estilista de democracias, puso todo su empeño –y su dinero- para derrocar a aquel gobierno. Para ello financió a fundamentalistas islámicos. En la prensa occidental, Bin Laden llegó a ser calificado de ‘guerrero antisoviético en busca de la paz’. Esos malvados hombres barbudos compartieron habitación con el mismísimo presidente Reagan. Y el comunismo huyó de Afganistán para no volver nunca más. Hoy ese país se encuentra entre los más miserables del planeta, y una de sus principales actividades económicas es el tráfico de opio. La izquierda murió con el Partido Democrático del Pueblo, y ya nunca levantó cabeza.

El vacío dejado por el secularismo y la izquierda, el abandono de lo social y lo colectivo, ha favorecido el crecimiento de una nueva red social basada en la religión. Cabe preguntarse si eso es compatible con la democracia, pero con una mirada crítica hacia el pasado. Huelga decir que resulta enternecedor que los mecenas del fundamentalismo religioso ayer nos den lecciones hoy. Y que se pueda debatir de integrismo religioso sin hablar de las petromonarquías del Golfo o de Arabia Saudí, apoyadas sin discusión por Occidente y sus multinacionales. Quien siembre miseria y pobreza con bandera occidental, recogerá rabia antioccidental por la vía que sea. No es una reacción de bárbaros, sino de humanos. Podemos seguir apartando la mirada ante las atrocidades que Occidente sigue cometiendo en los países árabes, taparnos con la manta de la civilización y esperar que no pase nada. Cuando queramos reaccionar, quizá ya sea demasiado tarde.

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