La batalla se había convocado para un domingo por la mañana del mes de enero de 2014. La final del Open de Australia entre Rafael Nadal y Stanislas Wawrinka comenzaba. Todo era más o menos una crónica parlamentaria ordinaria hasta que Nadal, que había perdido el primer set, sintió un trallazo en la espalda que le atravesó y lo tumbó en el suelo para ser atendido por el fisioterapeuta. Nadal se fue al vestuario y Wawrinka protestó al árbitro como si le fuera la victoria en ello. Sin embargo, fue ahí cuando empezó a cimentar el jugador suizo su derrota.

Nadal volvió, herido, y la mirada de pánico se le agarró a su contrincante como una pesadilla nocturna. No pudo levantar el segundo set pero en el tercero, apretando los dientes y con la rabia del que no tiene esperanza en nada, el español sacó a raquetazos al suizo de la pista. Parecía esgrima, estoques a la desesperada. Alaridos silenciosos, que tocaron en blando. Touché. Nadal le hizo un chirlo en la frente a su contrincante para que no olvide nunca cómo se desarrolló aquel combate. Al final Wawrinka iba ciego a por un titular de telediario sin importarle la historia y lo consiguió, se llevó la copa a casa, conquistó un insignificante minuto de aplausos pero perdió la eternidad.

Si yo hubiera sido Wawrinka, me habría retirado. No hay mucho de digno en ganar a un lesionado, más bien todo lo contrario. Para una vez que lo logras, tener que hacerlo así, tiene que ser doloroso para tu ego. Ahora tiene un Open de Australia en su palmarés, del que nadie se acordará dentro de diez años, pero si se hubiera acercado al árbitro para anunciarle su renuncia, cruzado la pista y levantado el brazo de Nadal, habría pasado a la historia. Se habría convertido en un héroe.

Sólo espero que Wawrinka gane algo más, porque entonces si no, esta final le perseguirá para siempre. Yo gané en Australia, a Nadal, dirá a los nietos, a las visitas, a los compañeros del asilo. A ver Wawrinka, ponnos el video, queremos verte ganar, le dirán. Y cuando vayan observando el desarrollo del partido comprobará el tenista suizo que la empatía del que mira va hacia un lesionado Nadal que sin esperanza aprieta los dientes, sufre y continúa. Una bola más, una punzada de dolor más, un dejarse el alma en un imposible. Incluso los más osados comentarán a Stanislas Wawrinka: “Vaya, un lesionado te hizo un set”. De nada le servirá alegar que se plantó en ese partido después de un campeonato impecable. Nunca había ganado a Nadal un set, perdiendo 26 de ellos, y eso es una losa demasiado pesada para sostenerla con argumentos contrarios. Nadie sabrá ya nunca si fuiste mejor, porque la pelea estaba escorada.

A Nadal se le ha roto la espalda, como a un Atlante con llagas en las manos, tras soportar sobre ella durante todo el campeonato el mundo en forma de pelota de tenis. La mitología se hace con episodios así y si Leónidas y sus trescientos espartanos pasaron a la historia por morir en la batalla de las Termópilas, a Nadal en esta final le puede ocurrir lo mismo. Un titán cansado que cae dándolo todo, peleando hasta la última volea seguro de su derrota, frente a un Jerjes con raqueta al que nadie recordará porque era imposible que perdiera. “Yo vencí a Leónidas” dirá, pero no, no lo venciste. Perdiste Stanislas Wawrinka, porque sólo le ganaste para dar aún más gloria a Rafael Nadal.

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Sobre el autor
Javier Ancín Salinas
De Pamplona y de Osasuna. Lector, paseante, observador... También escribo. [email protected]