Dicen que lo más importante de la vida no se mide por el tiempo que dura sino por la huella que en los seres humanos deja y, hablando de tenis, del arte de empuñar una raqueta, de dos deportistas interpretando estilos opuestos pero absolutamente extraordinarios, la final de Wimbledon de 2008 de Nadal ante Roger Federer siempre será recordada como uno de los mejores partidos de tenis jamás vistos en la historia. Por ello y aunque el oportuno deja vu del Open de Australia haya otorgado a los aficionados la oportunidad de contemplar un nuevo momento único, una nueva final por la que hace quince años nadie habría apostado para el año 2017, lo menos relevante de la misma ha sido el vencedor.

Simplemente porque los dos tipos que empuñan la raqueta representan el ying y el yang de la historia del tenis. Decía Rafa Nadal en sus memorias que sabía que cuando acabara su carrera no sería un hombre feliz y por eso quería aprovecharla al máximo mientras durara. Y a fe que lo ha conseguido, pero lo que no previno con aquella frase es que en ese viaje iba a tener como compañero a su amigo fuera de las pistas y al mejor rival que se ha encontrado en el circuito, en las pistas de tenis, en su jardín real, porque Roger Federer, como muy bien afirma John McEnrone es el dios del tenis. Y el tenis como todo aficionado conoce es único por la sencilla razón de que pese a haberse pegado miles de millones de golpes desde la primera vez que un ser humano empuñó una raqueta, cada uno de ellos es único, y mucho más en el caso de estas dos leyendas. Ninguna pelota llega igual que otra; ningún golpe es idéntico a otro; desde el momento en que la bola se pone en movimiento miles de variables comienzan a moldear el siguiente golpe, el intercambio, la sucesión de ellos, la jugada, las voces que resuenan en las cabezas de los tenistas, los puntos, los sets, los partidos y los títulos.

Rafa Nadal, el yin del tenis

Foto: Dani Mullor / VAVEL
Foto: Dani Mullor / VAVEL

A un lado de la pista el ying, la noche, representada a la perfección en la figura de Rafa Nadal simplemente porque el tenista manacorí constituye el sacrificio, la superación, el perfil quizás menos estético y más sacrificado de este deporte en el que paradójicamente la fuerza mental posee tanto valor como la fuerza física. Rafa desde niño fue un vendaval, un tenista con alma de montañero, un diestro cotidiano con una zurda de superhéroe. No en vano su raqueta es el martillo de Thor, encantado para que sólo los héroes más dignos puedan cargarlo y tengan en su mano los increíbles poderes que porta. Para todos los demás, el martillo es demasiado pesado para levantar, pero para Nadal nunca lo fue, aunque para ello tuvo que entrenar muy duro y configurar al tenista posiblemente más duro e incómodo de la historia.

Rafa quedó ubicado en el lado oscuro por pura coherencia con su trayectoria profesional. A Nadal por sus características de juego, por su personalidad, le tocó vivir la cara más amarga del tenis. La del esfuerzo, la extenuación, vivió constantemente al filo de lo imposible, en los límites físicos del ser humano. Rafa es feliz jugando al tenis, pero tuvo que aprender a jugar con dolor, porque como muy bien reconoció, el deporte a nivel profesional no es bueno para la salud. Hace que el cuerpo alcance límites para los que los seres humanos no están, de forma natural, preparados. Ese es el motivo por el que casi todos los grandes deportistas profesionales sufren lesiones, que en ocasiones acaban con sus carreras. Por eso volver a verle jugar así constituye todo un milagro, un regalo, la plausible demostración de que si uno tiene fe en sí mismo no necesita que los demás crean en él.

Rafa es un luchador, su estilo es más defensivo, más recuperador, siempre fue un guerrero de mirada encendida. En el tenis se da la curiosa circunstancia de que los jugadores rivales que están a punto de enfrentarse comparten vestuario y, cuentan la mayoría de aquellos que tuvieron que enfrentarse al tenista mallorquín, que la tempestuosa imagen de Nadal en trance impacta enormemente en las cortas distancias, condicionando los instantes previos a un partido. Transfigurado en otro ser eleva su grito de guerra “¡Vamos! ¡Vamos!”, en ese instante algo se quiebra en la cabeza del contrario, minando la moral  de aquel que comienza vislumbrar la tempestad que se le viene encima. Rafa amartilla el encordado como un fusil imaginario y afronta el intercambio de golpes como una máquina del tenis cuyo desafío consiste en escalar la cumbre de sus propias posibilidades. Por eso sigue ahí, porque es un montañero del tenis que sube a la cumbre en carencia absoluta de oxígeno, porque para él una raqueta es un piolet y Roger Federer, siempre fue su ocho mil preferido, su Annapurna, el mayor desafío que se encontró en su escalada a la cima.

Roger Federer, el yang del tenis

Foto: Dani Mullor / VAVEL
Foto: Dani Mullor / VAVEL

En cambio el mago de los Alpes suizos siempre se encontró en el lado opuesto de Rafa Nadal, representando al yang, a la luz del tenis. Nacido para jugar al tenis, su anatomía y su fisiología parecían estar totalmente adaptadas al deporte. La naturalidad con la que le nacen los golpes de esa cabeza, que suele elegir siempre bien y, que luego ejecuta con su muñeca está rodeada por un halo de divinidad que hace pensar en la carencia del esfuerzo. Cuando brota su genialidad, solo se puede esperar a que pase la tormenta; en ese momento es como si la bola fuera del tamaño de un balón de fútbol para el suizo, que la golpea con la precisión de un rayo láser. Federer es uno de esos extraños y  benditos fenómenos de la naturaleza, que por fluidez y agilidad de movimientos podría jugar con frac, zapatos de claqué y sombrero de copa. Es un caballero a quien le sale todo con facilidad, sin despeinarse, con un ritmo tan desenvuelto que transmite un aire desenfadadamente superior. Roger siempre fue un aristócrata con raqueta, su nombre significa «vendedor de plumas» en alemán antiguo y juega con tal majestuosidad, que por muchos años que pasen por sus piernas, sus golpes seguirán desprendiendo ese aroma de tenista de los años veinte, cuando el tenis era un pasatiempo para las clases altas.

Ganar es lo de menos

Pocos jugadores conocen tan bien el juego del contrario como Federer y Nadal, el español pese a que llegó a recortar distancias con la divinidad suiza, siempre supo que jamás le podría superar a base de talento porque Roger siempre sacaba golpes ganadores de la nada. Por esa razón la única manera que encontró para descubrir resquicios en su juego fue presionarlo todo el tiempo, forzarlo a jugar al límite de su capacidad. Solo de esta forma pudo Rafa discutirle por un tiempo el reinado del tenis, porque como muy bien sabe el aficionado, su reino no es de este mundo. Nadal, siempre más terrenal, le obligó a jugar bolas altas, a la altura del cuello, forzar veinte veces su revés y agotarlo para evitar su celestial derecha. No le dejó tiempo para pensar y lo que es más complicado con un rival como Federer, hacerle perder esa calma con la que juega. Roger que vivía en las antípodas, ubicado en el placer de jugar, descubrió el sufrimiento gracias a Nadal y Rafa descubrió el placer de sufrir, de aguantar gracias en gran medida a Federer. Por la citada razón el tenis mundial ya no puede ser concebible sin ellos, ya que ambos juegan para la historia. Curiosamente como suele suceder con los grandes, partiendo desde un punto de humildad absolutamente admirable, pero con estilos totalmente antagonistas. El placer ante el dolor, la naturalidad ante el sacrificio, el bailarín ante el escalador, la música clásica ante el heavy metal.

Federer nació siendo el mejor y Rafa Nadal nunca desistió en su deseo de mejorar, Roger siempre ha sido un golpe ganador y Rafa ha tenido que ganarse los golpes en cada punto. Nadal le perdió el miedo a los dioses y Roger se sintió tan humano que le perdió el miedo al fracaso, por ello una final entre estos dos colosos siempre constituyó un regalo, una excelente oportunidad para volver a disfrutarlos y muy especialmente para percatarse que cuando un deporte traspasa las connotaciones lúdicas y físicas para entrar en una dimensión única y diferente, el ganador siempre acaba siendo lo de menos.