En un punto indeterminado de El Salvador el don divino de dios descarga su furia, la tierra tiembla y sus renglones torcidos esparcen en una línea, que es una inestable faja de tierra y pobreza, todo el peso de la bohemia y la magia. Es la prosa divina, que cuando elige a un individuo lo dota con cualidades únicas que le diferencian del resto. Es la creación de una utopía humana, de un híbrido maravilloso, un plato de alta cocina genética con dos ingredientes esenciales: anarquía y magia.

Dicen que algo tiene magia cuando nos saca de la rutina, Paulo Coelho la define como el puente que te permite ir del mundo visible hacia el invisible. Aprender las lecciones de ambos mundos, y tener la capacidad para hacer de ese trayecto un modo de vida o expresión. Y Jorge Alberto González Barillas, salvadoreño de verdades absolutas y mentiras arriesgadas, que engrandecen su leyenda como el tipo más bohemio del que se tienen noticias, aportó al poema del fútbol y su concepto de la vida, un verso propio en cada jugada y cada acción.

Jorge es por tanto una pieza maravillosamente defectuosa de la cadena de producción, caos, magia, arte y anarquía. Al mismo tiempo, caótico y perfecto; caótico porque jamás se ciñó a un orden predeterminado ni un patrón de conducta: no fue fabricado con moldes fijos ni maquetas; y era perfecto porque ejecutaba e interpretaba perfectamente la naturaleza para la que fue creado: ser un dios del balón. De sus botas surgía lo más puro del renacimiento y en su cabeza el fútbol quedaba tamizado por un surrealismo interpretativo que convertía su forma y estilo de jugar en algo único, íntimamente vinculado al arte y muy cercano a la magia. Pues aquel que interiorizó y exteriorizó el fútbol en todas partes y en ningún lugar, consolidó su irregular grandeza en el país de nunca jamás, que para Jorge era el espacio en el que crecía la hierba y rodaba el balón. Pero en aquel lienzo verde no existían fronteras para Mágico, que vivía y jugaba en el alambre fuera del alcance de la normalidad, lo hacía por el placer de jugar.

Las leyes humanas y la cultura del esfuerzo no encajaban en la personalidad de un tipo creado a sí mismo por la luz de las lunas suburbanas, y las sinuosas curvas de una mujer. A Jorge no le interesaba lo más mínimo entrenar y si acudía a ellos era porque tenía la certeza de que en algún momento del mismo podría tocar una pelota. No necesitaba entrenar, llegaba sin descansar al partido y era capaz de ganarle por velocidad a un oponente, frenarse en seco e interpretar el Lago de los Cisnes con sus pies, pues la sensibilidad que dios le dio en las manos a los pianistas, Jorge la tenía en los pies.

Por ello cuando alguien me pregunta qué es la magia, siempre contesto que es lo que Mágico hacía con los pies, esa culebra macheteada para ambos perfiles, ese cambio de ritmo, esa capacidad para ver la jugada en el purgatorio de los defensas, el gol en el viejo ángulo de madera, brocal de pozo para los porteros. Capaz de dar más de cien toques a una mandarina con el pie, no tardó en cambiar aquella mandarina por un paquete de tabaco para dotar al malabarismo infernal de su firma bohemia y personal.

Aunque mucho se hablado de sus ausencias no existe nada más grande que sus presencias, esas que me permiten hoy día el lujo de gritar a los cuatro vientos que yo goce del privilegio de verle jugar y hacerle el inolvidable gol a Alba en el Fondo Norte del estadio gaditano. Por esa razón, como cadista y gaditano, el 12 de noviembre de 2013 no puede ser un día más sino el día en el que El Salón de la Fama del fútbol dejó de ser lo que anteriormente fue, pues jamás tan distinguida aristocracia futbolística acogió entre sus estrellas semejante expresividad artística, y mucho menos a una utopía encarnada en la personalidad bohemia de un jugador universal. Y digo Universal porque Jorge estaba hecho de materia negra, pero era el resto de su Universo el que lo convertía en algo único, especial.

Y se tiñe de amarillo este célebre Salón, puesto que Jorge que pudo haber jugado en los mejores equipos del mundo, cayó en Cádiz para convertir Carranza en el Templo de Asklepeión, lugar al que se peregrinaba de amarillo para curarse de la rutina diaria. Aún soñamos con Jorge y sus jugadas, estamos seguros que aquel Mágico que nunca quería despertar, despertó en nosotros unas sensaciones que permanecen muy vivas en nuestra memoria.

En una vieja mesa de cantina departe recuerdos un alegre bohemio, el humo de un oloroso cigarrillo en espirales eleva sus risas hacia el cielo. Son recuerdos del mundo de los sueños y Carranza, su interpretación, ese puente del mundo visible hacia el invisible en el que Mágico rima, perdidamente anárquico, por las sombras fantásticas, tensa los cordones de sus botas rotas, como si fueran liras, y abre su corazón en medio de una ovación que trona en un estadio poblado de pañuelos rendido a la pieza más maravillosamente defectuosa de la producción.

PD: Como dije hace tiempo, Jorge merece una estatua a las puertas de Carranza.