José Márquez era miembro de una dinastía negriplata desde antes de nacer, su abuelo materno, Encarnación García, había ayudado a levantar el Estadio de su natal Araca, y su bisabuelo paterno, Dionisio Márquez, fue el primer sastre del pueblo, y el primero que diseñó el uniforme de su amado Mapaches F. C. en la era en que aún jugaban en el llano. (Con fotos tomadas de "Somos hinchas, No delincuentes" )

Así pues de joven nutrió sus piernas jugando al fútbol y sus sueños con historias de sus viejos, el cuerpo fue punto y aparte, su padre era el orgullo de la familia, fue banca en un partido, jamás debutó, tres años antes nació José y tuvo que dividir su tiempo entre la fábrica de hielo y el entrenamiento, la fábrica le cortó tres dedos del pie en un accidente pero además le congeló los sueños, se tiró a la bebida desde donde nunca pudo volver a poner comida en un plato, pero inventaba grandes historias de su “época” de jugador.

Su mamá se acogió a la sombra del 'Coloso del Timbó', el estadio que construyó su padre, y cada quince días ella y su propia escuadra de ocho hijos alineaban enfundados en playeras grises y negras para vender comida, dar grasa, hacer dominadas o cualquier cosa que les permitiera medio vivir por quince días más. Para José esa época fue la gloria, terminando de entrar la afición, él y sus hermanos escalaban el Cerro del Timbó en cuyas faldas descansa el campo y desde cuya cima se podía ver un tercio de la cancha, pero no importaba, para ellos ver a sus Mapaches era mirar al cielo y recibir un cálido beso de Dios.

"– Mi pobre niña –suspiró–. No te alcanzará la vida para pagarme este percance" Gabriel García Márquez 

Pero poco a poco las cosas fueron cambiando, una trasnacional compró al equipo, Red Company, una empresa dedicada a la transmisión televisiva y en pequeño porcentaje, a la compra y venta de insecticida. Con la venta del equipo nuevas cosas llegaron al Club, la identidad y el nombre fueron arrancadas de sus entrañas con la finalidad de meros aparatejos comerciales, los colores se mantuvieron en una piel sin vida, alejada de la tradición y amor al que los fieles les rendían culto como gladiadores en la arena, luchadores que no verían más los empastados del Timbó pues en su lugar llegaron jugadores de fútbol deseosos de dinero, de escurrir esa sangre que la compañía estaba dispuesta a dar para convertir ese ritual de los sábados en un producto sobre anaqueles.

El 'Marqués' amo y señor de la fiel fanáticas que fue algún día la piel plata y negra de su equipo, no era otro que el hijo del futbolista que perdió su sueño en una fábrica de hielo a la que ahora su madre y él mismo se acogían después de haber perdido su vida en las fiestas del Timbó, ya no pudieron vender comida, ni dar grasa, ni hacer dominadas, todo comercio, físico o de producto en las inmediaciones del Estadio era únicamente para la comercializadora y directiva fría y oculta en la lejana capital del país. Él y otro grupo se mantuvieron fieles al equipo y a eso vieron sus recompensas muy pronto, la compañía les asignó un lugar especial en su templo, un espacio sin costos, sin otros impuros, un lugar donde los tendrían a la mano y encerrados como perros. 

Poco o nada importó estar tras las rejas, las generaciones del 'Marqués' fueron creciendo y olvidando al mismo tiempo al equipo aquel que los abuelos ayudaron a crear, ese en el que un viejo taxista de 17 dedos dice haber jugado, pero que ahora sólo se recuerda como un vago recuerdo de un pasado de ensueño, donde el jugador sudaba la camisa y no sólo se ensanchaba los bolsillos. Pero la Fiel no olvida (así, con mayúscula, sin errores de dedo, LA FIEL), esa gente que desde el vientre está pintada de colores, las que al llorar gritan el gol de su equipo, esa que en la sangre les hierve la pasión de sus escudos, esa es una clase aparte, con una memoria más grande que la de los elefantes y con un amor más fiel que el de toda la santa Iglesia, a esa Fiel pertenecía el ‘Marqués’.

Malos partidos, jugadores de aparador, promociones de burlas, a cada paso la empresa convertía al juego del equipo en cólera de mecha corta, la fiel de los Mapaches se llenaba poco a poco del humillo con que su equipo se ensuciaba a cada juego, pero no importaba, a donde quiera que fuera lo seguiría, incluso hasta las entrañas de la prostitución pasional. Para directiva eso sería un arma de doble filo, un puñal con el que podrían hacer sonar las voces de las máquinas registradoras pero con voz y voto, hirviendo en la ira del orgullo mancillado, sin la mínima voluntad de decir sí a todo, por eso entonces habría que callar su boca.

El plan comenzó en la Copa, un partido de jueves, de esos a los que los villamelones no se acercan, so pretexto de que trabajarán un día después o de que es un partido molero de una copa de chocolate, uno de esos donde la fanaticada de la Fiel y del ‘Marqués’ más hacen crujir sus gargantas en la soledad de un estadio que sienten íntimo, ese día el cerco policial se ciñó más que nunca, con cada brinco los aficionados poco a poco se vieron reducidos en espacio, algunos de ellos, los indoctos que ven el juego como vino y drogas, comenzaron a empujar, a presionar a la policía, pero la policía también comenzó a presionar.

Lejos de las cámaras no se ven las bocas de las gradas, lejos de las cámaras sólo se ve lo que los camarógrafos quieren, lejos de las cámaras no se oyen los gritos de “Pinches perros”, de “a la fregada, pinches porros”, ni se ve la bota sobre la nuca de un aficionado antes de que el primer golpe de la barra haga tronar la armadura o los escudos de los policías, pero sí se ve la turba iracunda que arremete contra el pequeño regimiento de chivos expiatorios formados así por una voluntad más grande, no se ve el golpe de un tolete que da en la nuca del hijo de 11 años del Márques, pero sí se ve al padre embravecido saltando sobre la nuca de un hombre de uniforme, tampoco se ve al padre que deja a la familia un destino lejano huyendo de la justicia, que no es igual para todos, pero sí se ve el rostro del agresor que comenzará la caza de brujas en redes sociales, se ve la extinción de una tradición que se condenó a su venta.

José estaba bañando a su hijo cuando empezó el viento de su desgracia, desde un país ajeno, muy al norte del suyo propio, José Márquez vio como su equipo era vendido como carne de ganado, su equipo que le costó la patria, que le dio un padre alcohólico, su equipo al pie del Timbó, donde un policía le regaló un trastorno de epilepsia a su hijo, ese equipo era vendido a otro estado, menos agresivo, con una mayor plaza, con gente con ganas de ver futbol, gente que sí llene el estadio cada día, gente que buscaba el producto de la compañía de venenos.   

Y allá, en una lengua extraña, frente a su hijo desnudo, con los colores negro y plata ardiendo en la piel, José Márquez se echó a llorar, y jamás se volvió a tener la menor noticia de ella ni se encontró el vestigio más ínfimo de su desgracia.