La rivalidad entre América y Pumas debe ser una de las rivalidades más fuertes en el balompié azteca, pese a no ser tan añeja como la que genera el Clásico Nacional o el Clásico Joven. Los duelos entre felinos y azulcremas siempre conllevan gran polémica previa al juego y posterior a éste. Si bien hay opiniones divididas en cuanto a si se le puede denominar clásico o sólo un partido de rivalidad, lo cierto es que no importa cómo lleguen los equipos, siempre resulta un duelo atractivo por las filosofías tan distantes de uno y otro.

Transcurría el año 2006, América encaraba el torneo Clausura 2006 en medio de polémicas, además de una baja de juego considerable después de haber sido el equipo que mejor futbol generó durante todo el año 2005; aquellas Águilas no encontraban el rumbo que habían llevado de la mano de Mario Carrillo, quien había sido cesado en pleno vestidor una vez terminado el partido de cuartos de final frente a Tigres.

América no estaba bien posicionado en la tabla, pero es ahí cuando la necesidad de alentar al equipo se hace más ferviente, más aún en un partido donde existe una rivalidad tan importante. Con apenas 15 años, sabía que el duelo frente a la UNAM era un partido con intensidad dentro y fuera de la cancha, pero nada de eso importaba, así que aborde el transporte con dirección al partido más radical de México.

La barra de Pumas había llegado al Coloso desde las 10 de la mañana, por lo que el trayecto estuvo plagado de camisetas amarillas, acompañadas de banderas, bombos y pirotecnia (sí, dentro del metro). Al llegar a la explanada del Estadio Azteca lo primero que noté fue la total ausencia de familias, niños y parejas, ya desde unas horas antes había un mensaje claro casi en forma de una propaganda espectacular: “Este no es cualquier partido”, así de claro de mostraba el escenario donde no habría tregua alguna.

El dispositivo policial era quizá la mitad de lo que son hoy en día esas medidas de prevención, no había tantos elementos de seguridad, tan solo unos cuantos miembros de la montada en Tlalpan y alguna patrulla camino a las taquillas sur del recinto de Santa Úrsula. Los alrededores del Azteca eran una “zona liberada”, el ambiente tenía tintes de partido sudamericano en el que podía pasar de todo antes, durante y después del silbatazo.

Ya dentro de la tribuna una hora antes del partido, los equipos salieron al campo para disputar una serie de penaltis a modo de calentar más el juego; lo lindo era que la gente gritaba los goles de uno y otro lado tanto como si se tratara de la definición del ganador de una copa internacional. El partido ya se jugaba incluso antes del pitido inicial.

Los equipos saltaron al campo de juego de manera tradicional, esa que aumenta los decibeles y el folklore de las tribunas; primero, saltó a la cancha el visitante, después se hizo esperar un poco y América salió al terreno de juego bajo un diluvio de páginas de “Sección Amarilla” cortadas en trozos.

El choque se desarrolló con un incesante intercambio de cánticos de una grada hacia otra, las tribunas del Coloso estaban colmadas por personas de entre 20 y 40 años, grupos de amigos, hermanos, conocidos, compañeros de ruta, pero con una notable ausencia femenina.

Los gritos eran más de odio que otra cosa, previo a ese partido América había ganado en Veracruz con golazo de Irenio Soares, lo cual traía cierta confianza a los de Coapa que enfrentaban a unos felinos que tampoco caminaban bien y que contaban con una ausencia de gol importante con su delantero estrella, Bruno Marioni, que hacía mucho no convertía.

Los visitantes se iban arriba con gol del “Parejita” López, posteriormente los azulcremas empataban con un gol que todavía no sé si lo metió Ismael Rodríguez o “El Gansito” Padilla, que salió a gritarlo directo al palco donde se encontraba su padre, entonces alto mando universitario.

América nunca encontró el juego que buscaba, aunado a que de manera extraña Manuel Lapuente decidió dejar en la banca al astro argentino Claudio “El Piojo” López para debutar a un inexperto Fernando Julien Freire; tal vez se trataba de algún favor que tenía que cobrar, sin embargo, todos en el estadio estaban de acuerdo en que -al menos en ese partido- no había cabida para ese tipo de situaciones.

Las Águilas continuaron atacando y parecía que el ingreso del “Piojo” traería el segundo tanto, pues el ataque se veía más sólido con Kleber, López, Padilla y el entonces volante americanista Christian “Chaco” Giménez, que se mostraba impetuoso cada vez que se le brindaba la oportunidad de jugar. El gol cayó pero fue del otro lado, Bruno Marioni convertía después de mucho tiempo y se rompía la garganta gritando el gol con sus aficionados; posteriormente, Castro sentenció todo de tiro libre para que el marcador terminara 1-3 para Pumas.

La salida del estadio fue en un abrir y cerrar de ojos, la gente de América estaba furiosa por el planteamiento del técnico, así como las decisiones tomadas durante el partido, afuera hubo corridas y varias situaciones que hoy no suceden. Sin embargo, ese día aprendí que este partido (clásico o no) despierta pasión, acompañada de un odio profundo, donde es posible revivir muertos, donde hay fantasmas y que nunca podrá tomarse a la ligera un encuentro así, además siempre resultará atractivo ver a “David” pelear con “Goliat”, pues el resultado nunca, pero nunca, es predecible.