No era necesario tanto dolor, no era necesario demostrarle al mundo que puedes ensañarte más con tu presente. No era necesario gritar que no estás preparado, ni que eres incapaz de volver a hacer soñar al atento auditorio. No tiempo, te juro que no era necesario.

Cada minuto transcurrido provocaba un golpe en el vehemente nervio que te acompañaba de cerca, cada minuto buscaba al otro para sufrir juntos, para abrazarse, y, ya reunidos, formar ese puñado de nervios que crecía cada vez más.

Antes de que transcurriera la mitad de la cita, algún minuto clandestino, más que convertirse en un nervio casual, se estaba convirtiendo en un duro golpe para la afición, en un duro golpe que no tuvo sanación.

A pesar de que el brillo lo tuvo uno de esos tantos minutos, solo uno, el resto del contexto se fue deshojando poco a poco, hasta dejarnos un campo con diez pétalos esparcidos sobre él.

Se vivieron minutos de suplicio, de pena y de agravio, se vivieron minutos convertidos en una paridad que estuvo cerca de conquistarse, quizás sin mucha utilidad, quizás con un sabor agridulce, pero nada despreciable. Lástima que la penumbra no sería solo de noventa.

Hay ocasiones en las que sientes que te falta el aire, también hay momentos en los que quisieras ya no respirar, pues preferirías detener tus suspiros por un instante, para que el último no te pudiera arrebatar el resultado obtenido.

Necaxa cayó una vez más, entre suspiros y minutos fatales; Necaxa cayó una vez más, y esta vez para comprobar que el fondo no es más profundo de lo que se cree.