El banquete listo, la mesa servida…, únicamente faltaba que arribaran los comensales, esos singulares huéspedes que llevaban una incógnita corriendo por las venas.

El anochecer caía sobre el auditorio, el sol poco a poco comenzó a retirarse, aburrido y molesto ante tan pobre espectáculo.

La desesperación ya era una invitada más; la pesadez, anclada en el fondo de sus pensamientos, era traicionera, los dominaba, y se divertía jugando con ellos. No había forma de que alguien pudiera estar tranquilo en el lugar, no había forma.

La alegría se refugiaba en el recóndito espacio de una ínfima ilusión, errante y afligida sollozando por el comentario insertado en las redes de su morada, bajo un descuido tenebroso que nadie esperó, bajo un desvío desdichado del único camino hacia la victoria.

Al parecer todo fue parte de un falso aviso, pues el banquete jamás estuvo listo, jamás se compraron los recursos para elaborar algún platillo digno; por ende, jamás existió algún cocinero dispuesto a preparar algo; nunca existió ni el más mínimo deseo de conquistar el paladar de aquellos comensales, que, por si fuera poco, hoy parece que se han olvidado hasta de la forma de comer.

Nadie sabe nada, no hay respuestas, no hay salidas. Las alegrías fueron inventadas, las ilusiones las arrebataron de un sueño comprado en algún bazar de remate, las caricias al balón fueron fingidas, los suspiros y el esfuerzo fueron recogidos de algún hospicio cercano; pero, desafortunadamente, más de alguno sí les creyó.

Porque las raíces del aficionado no son ficticias, porque el apoyo y la desilusión, hoy, son más reales que nunca, porque la nación necaxista está sufriendo, y pide a gritos a cada uno de esos comensales que fracasan noche a noche, en el banquete, que hoy muestren hambre de triunfo, rompiéndose el corazón en el campo de juego, y mostrándoles que son dignos de sentarse en su mesa. Ya no hay de otra, se tienen que romper el alma, pues esta ¡ya es una situación de emergencia!