Con la sonrisa disfrazada de nervios, un par de latidos apresurados y un sufrimiento desconsolado, las miradas apuntaban hacia un nuevo espectáculo desolador, hacia un nuevo mar de quejas y reclamos hacia el viento, tratando de que llegaran a quien correspondiera.

La mejor arma con la que llegaba el equipo era un puñado de estadísticas, arraigadas al recuerdo y a la añoranza de un mejor porvenir.

El otoño nos sorprendía con sus estrategias malditas, logrando enviar los primeros disparos a un costado de la portería rival, lejos de toda esperanza, lejos de toda satisfacción.

En un impío arco rojiblanco, unos guantes colgados esperaban para ser utilizados, claros y serenos; al finalizar, no les importó terminar sucios, con tal de hacer valer el único grito de gol, del encuentro.   

Todo comenzó con una jugada de bosquejos extraños, manchada y aglutinada con una plétora de individuos. Un hueco fue suficiente; un suspiro y a soñar. De a poquito, el estandarte y la bandera del Necaxa vuelven a elevarse; en lo más alto del asta, dos colores se vuelven a asomar.

El club ha dejado un recuerdo sembrado en todos los que lo siguen, un presente para que no se olviden de gritar gol, y de festejar una victoria de vez en cuando.

El día de hoy, un rayito de luz acarició la piel del aficionado, un rayito de luz que entró por la ventana, aunque aún no alcanza para iluminar lo hecho en el resto del torneo.