La contingencia no ha cesado, la crisis aún se refleja como un golpeteo nítido que lastima la quietud del planeta; el cansancio se mantiene, la desesperación manifiesta varias malas jugadas, capaces de llegar en cualquier momento.

Aun así, la situación abrió las puertas del foro, la audiencia se preparaba para el juicio de iniciación; las medidas se habían canalizado, todo se alistaba con la intención de desinfectar el ambiente de partidos anteriores.

Cabrera, casi como con una mascarilla que le cubriera la boca, pudo dar indicaciones en un par de ocasiones para poder enviar los dos centros que resucitaron el aliento de las tribunas. En el área, González en el primer tiempo y Arce en el segundo, recibieron la sana distancia requerida para poder anidar sendos remates de cabeza. 

Las flores en el campo volvieron a renacer. Todo estaba lleno de vida, de color, con las rosas en pleno esplendor, y la euforia produciéndose cual dorado polen. 

Las indicaciones se siguieron al pie de la letra. Incluso, Malagón se puso unos guantes antes de entrar en contacto con el esférico, en aquella atajada de la pena máxima, esa que llegó para lograr la comunión entre jugadores y público.

Con todo este protocolo cumplido, un solo contagio se manifestó: ese contagio de una animación exhaustiva que yacía desde las gradas, el cual hizo renacer a un club que, por momentos, parecía mostrarnos aquel fútbol que tenía asilado en cuarentena. 

La situación, en temas de salud, no es la mejor todavía; la situación del Necaxa, tampoco. Sin embargo, las mejoras y la motivación que mostraron —ocasionalmente— hicieron aumentar la temperatura de un estadio que, hoy, volvió a tener vida.