Como una escena dantesca, digna de la realidad más común de estos últimos meses con Necaxa, el encuentro del día de este domingo tuvo situaciones realmente complejas de digerir. 

Después de tantos intentos, después de tantas oportunidades, ver a ciertos elementos en cancha fue la primera expresión de incertidumbre. La suerte de la semana anterior se comenzó a difuminar. 

Un Ángel guardián se erigía en la puerta, un monumento altivo y sereno que mantenía el resultado; un resultado que no se pudo mantener empatado por tanto tiempo, pues los errores se tienen que pagar, los errores merecen castigo, y, a veces, tienen que recibir la pena máxima. 

Más allá del penal sancionado, los desajustes defensivos contaban una historia de terror, y cada jornada eran un símbolo del accionar del equipo. No había forma de ocultar el desenlace. 

Las jugadas claras a favor, contadas con el dedo índice de la mano derecha, también fueron desperdiciadas, como el reflejo del nerviosismo que nunca los abandonó.

Las faltas se soltaron, la lengua también. La desesperación por una derrota encaminada, invadida por una impotencia superlativa, hoy se vestía con una camiseta rojiblanca, y expulsaba lamentos al aire, víctima de no tener la llave para abrir la gloria. 

Al final triunfo el mal, triunfó un diablo viejo y astuto. Al final, solamente se escribió un capítulo más de una 'Divina Comedia'. 

Y no, hoy no se pudo conocer el cielo, hoy no se pudo vivir en la gloria. Después de noventa minutos, Necaxa puede presumir de haber visitado el infierno, y de salir quemado de él.