Burt Lancaster, el salto sin red de un autodidacta
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Todos nacemos con el don de ser pero luego con nuestras decisiones elegimos nuestro camino, por ello resulta tan complejo aseverar rotundamente que el arte de la interpretación es un don resultante al nacer, puesto que esas cualidades serían difícilmente desarrolladas sin la preparación y el estudio del arte dramático. No es menos cierto que por un motivo u otro todos los seres humanos sienten una vocación creativa y profesional a lo largo de sus vidas, marcadas por unas cualidades naturales, pero no todo el mundo tiene la posibilidad de desarrollarlas. A ello hay que sumar una parte proporcional que encuentra su vocación de manera tardía y es el aprendizaje el que les lleva a descubrir que en su interior tienen escondido el perfil de un gran intérprete y que el destino les tiene reservado un lugar en la historia del cine.

Y entre estos caso sobresale sobremanera Burton Stephen Lancaster, que encontró su lugar en el mundo a la tardía edad de 32 años, tras ser acróbata de la vida y descubrir que tras su atlético cuerpo moldeado por el circo y el deporte se ocultaba un gran intérprete que de un día para otro se convirtió en estrella. Grandiosa estrella que tuvo que saltar sin red al apasionante vacío de un mundo tan complejo como el cine, pues Burt Lancaster que desde muy niño se aficionó por la gimnasia y jamás estudió arte dramático, llegó al cine sin duda por su físico y sus capacidades atléticas. Nacido un 2 de noviembre de 1913, en Manhattan, Nueva York, en el seno de una modesta familia, las calles de East Harlem compusieron el teatro de su infancia y adolescencia. Lustrador de zapatos y vendedor de prensa que ayudaba a su familia a subsistir, empleaba su tiempo libre en dos principales ocupaciones, sobresalir en el deporte y devorar ávidamente los films de aventuras de Douglas Fairbanks.

Sus cualidades atléticas le hacían despuntar deportivamente en la Escuela Secundaria DeWitt Clinton, donde se graduó. Antes de ello superó costosamente la pérdida de su madre, que falleció prematuramente de una hemorragia cerebral. A los 17 años, Burt Lancaster obtuvo una beca para jugar al baloncesto en la Universidad de Nueva York, su objetivo era diplomarse en educación física, pero las acrobacias y el circo se cruzaron en su camino. Junto a su amigo Nick Cravat se unió como trapecista al Circo de los Hermanos Kay. Bajo el nombre de “Lang y Cravat” formaron pareja escénica de altos vuelos, Burt fue inmensamente feliz en el circo, por entonces la razón de su existencia, un modo apasionante y diferente de vivir que tuvo que abandonar en 1939 tras sufrir una grave lesión. Tras buscarse la vida en varios oficios, en 1942 se alistó para participar en la Segunda Guerra Mundial, formando parte de la División de Servicios Especiales con la que participó en espectáculos para el ejército y luego en el quinto batallón del General Mark Clark, que operó en Italia entre 1943 y 1945.

A su regreso recibió una invitación para intervenir en la obra A sound of Hunting, donde no tuvo demasiado éxito pero captó la atención de un agente de Hollywood que le consiguió un papel con el que se abrió las puertas de un nuevo mundo. Debutó en el cine nada más y nada menos que compartiendo planos con Ava Gardner en la admirada cinta Forajidos (1946), la adaptación del relato de Ernest Hemingway, dirigida por Robert Siodmaken. Paulatinamente Lancaster fue haciéndose a sí mismo, Burt fue su propia creación, autodidacta aprendió el oficio pasando de ser un actor que destacaba por su excelente físico, galán estadounidense ideal para los héroes clásicos y el cine de aventuras, a ir profundizando cada vez más en el arte de la interpretación. En sus inicios su rudeza, su mirada azul y su blanca hilera de dientes le convirtieron en prototipo para el citado género cinematográfico. Protagonizó con enorme éxito El halcón y la flecha (‘The Flame and the Arrow’, Jacques Tourneur, 1950), en la cinta interpretaba a Dardo Bartoli y el filme rebosa una fuerza expresiva que queda resumida en la estatuas dinámicas de una apasionante película de aventuras. En ella Burt reverdece viejos momentos circenses junto a su compañero Nick Cravat. Con El temible burlón (1952), esta vez vestido de pirata, se interpretó a sí mismo haciendo acrobacias sobre la superficie de un barco. Era la primera vez que veíamos a “Errol Flynn” volar por los aires, algo que repitió en Su majestad de los mares del Sur, donde no hizo otra cosa que consagrarle como rey del citado género, pero a Burt ese mundo se le quedaba pequeño. Su prodigioso físico, su amplia sonrisa y sus estruendosas carcajadas, que encajaban a la perfección en aquel mundo de aventuras, se escapaban por el resquicio de aquellos ojos melancólicos que pedían y buscaban algo más.

Y Burt comenzó a contar para los clásicos del cine y el género dramático, una vez fundada su propia productora gozó del privilegio de la elección. El actor neoyorquino horadó en su aparente máscara de rudeza para dejar salir al intérprete. En De aquí a la Eternidad (1953) junto a Deborah Kerr protagonizó una de las escenas eróticamente más intensas de la historia del cine hasta esa fecha, aquel apasionado beso en la playa que entrelazó la contundente masculinidad de Lancaster con la turbiedad erótica de Kerr, que sirvió para poner de manifiesto y sin complejos ante los estándares de la época las motivaciones sexuales de las conductas y las frustraciones personales. Por esta película de Fred Zinnemann recibió la primera de las tres nominaciones al Óscar al mejor actor. En 1954 hizo Apache y Veracruz, la última protagonizada junto a Gary Cooper y una joven llamada Sara Montiel. Ambas que tuvieron un gran éxito pertenecen al género western crepuscular y en especial Veracruz es considerada inspiradora de Sergio Leone, rey del spaghetti western de los años 60.

Protagonizando dos películas por año Burt aprendió el oficio y asentó su calidad interpretativa con el trabajo y el aprendizaje práctico junto a otros grandes actores. Hizo Duelo de titanes junto a Kirk Douglas, con el que compartió reparto en varias ocasiones y una sana rivalidad por convertirse junto a Brando en el galán de su arco generacional. En 1961 hizo ¿Vencedores o vencidos?, enfundándose la piel del juez Ernst Janning, uno de los acusados en el proceso de Núremberg; un año después, El hombre de Alcatraz, la historia real de Robert Stroud un preso conflictivo que por una laguna legal, es encerrado de por vida en una celda de aislamiento y que Lancaster interpreta magistralmente, con una naturalidad que despeja cualquier atisbo de duda de su capacidad interpretativa. Una circunstancia que recibió justo reconocimiento en 1960, con su papel protagonista en El fuego y la palabra, donde interpreta a Elmer Gantry, un predicador sin escrúpulos que utiliza la religión para su propio beneficio económico. Interpretación por la que además de obtener el Globo de oro, recibió el Óscar al mejor actor.

A lo largo de su carrera hizo 73 películas, en 1963 Luchino Visconti se mostró receloso de darle el papel del Príncipe Fabrizio Salina en El gatopardo. El director italiano no veía a un vaquero declamando y portando túnica de seda, pero Lancaster le dejó tan impresionado que volvió a pensar en él con posterioridad para Confidencias, y recomendó a Bernardo Bertolucci que le diera el papel de viejo terrateniente en Novecento. La década de los ochenta abrió una última etapa para este acróbata de la interpretación, Burt fue relegado a papeles de veterano y perdedor, faceta que bordó en Atlantic City, filme de Louis Malle por el que la industria del cine volvió a nominarle por tercera y última vez para el Óscar en 1980. La excelencia física que le había caracterizado durante años fue mermando paulatinamente con el paso de los años y su estado de salud comenzó a empeorar hasta apartarle definitivamente de una profesión en la que se había creado a sí mismo. Finalmente en 1994 tras un periodo de años con una salud muy delicada falleció en su casa de Los Ángeles a la edad de 81 años.

“Todos seremos olvidados tarde o temprano, pero las películas no”, dijo en una ocasión y no le faltaba razón porque las películas son eternas, pero difícilmente habrían llegado a esa eternidad sin la dirección e interpretación de aquellos que le dieron vida. Por ello ahora que se cumplió un siglo de su nacimiento, un siglo de Burt Lancaster, del aventurero, mejor actor-atleta de todos los tiempos, galán de inacabable sonrisa, mirada azul proyectada por unos ojos melancólicos y acróbata de la interpretación, el cine y aquellos que disfrutamos tanto con Dardo Bartoli como con Robert Stroud, nos negamos a olvidar ese salto sin red que dio esta leyenda del cine para convertirse en su propia creación.

Foto: www.allposters.com

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