Blue Jasmine, lo nuevo de Woody Allen
Cate Blanchett en Blue Jasmine. Foto: doubleexposurejournal.

Imaginen a Woody Allen relatando la historia de una mujer de la alta sociedad que, tras ser embargada de todos sus bienes, decide volver a comenzar apoyándose, para levantar de nuevo el vuelo, en su hermana y a la vez antítesis. Imaginen a Allen hablándoles de las desventuras de esa mujer, descontextualizada y perdida de pronto, relegada del cómodo cobijo que brindan las altas esferas, una mujer que yerra redescubriendo la vida absurda e inhóspita del ser humano corriente. Imaginen a Allen esbozando un irreverente choque social entre la protagonista, Jasmine, y el entorno social de una hermana cuyo camino vital distó mucho del suyo. De la hipócrita panacea de ser una socialité, al destierro mundano, de forma tan precipitada que la protagonista pierde la cabeza.

Una vez tengan la imagen en su cabeza, olvídenlo todo. Probablemente hayan construido un relato más histriónico, alocado y fangoso que el que Allen nos presenta. Y es que el director neoyorquino vuelve, sí, pero lo hace más contenido y sutil. Su nueva obra suaviza el ADN Allen y nos sumerge en una historia construida a trazo fino. Aquí no hay ironías bizantinas ni excéntricos experimentos visuales. El director de obras magnas como Annie Hall o Manhattan nos ofrece puro cine.

Existe un gran debate sobre el concepto de autoría cinematográfica en nuestra era. Si tradicionalmente se ha considerado al director como el autor de las películas, hoy en día se tiende a considerar el cine como una obra coral, en la que cada uno de los partícipes cambia el resultado final con su intervención. En las obras de Allen, la porción de autoría que le toca al director estadounidense es extraordinaria. Su vuelo se antoja omnipresente en todas las fases productivas. Ideólogo, escritor y director obsesionado con los detalles, muchos críticos han señalado que su acentuada personalidad ha contaminado a sus actores principales, construyendo personajes que recuerdan de alguna forma la neurótica forma de expresarse del director neoyorquino. Es el caso de Larry David, en Si la cosa funciona, u Owen Wilson, en Midnight in París.

En este filme, el varias veces galardonado director ha tenido el acierto de llamar a filas a Cate Blanchett, una actriz cuya personalidad interpretativa es tan imponente que logra construirse un personaje de marcada identidad singular en el universo Allen. La intérprete construye un personaje absurdo y a la vez verosímil, neurótico y a la vez digno, confuso y, en cierta manera, decidido a recuperar su estándar social. Al asistir a su caída, el espectador se debate entre el placer de ver a un personaje tan superficial enfrentarse a la vida real y la incomodidad que suscita su fragilidad.

El filme está construido con una estructura narrativa encomiable, a caballo entre el actual momento de sufrimiento de la protagonista y su anterior vida, en la que disfrutaba de la opulencia. Así, Allen construye un doble relato cuyos saltos temporales se producen en el momento preciso para hablarnos al mismo tiempo de la adaptación de Jasmine a la vida corriente y de los momentos que precedieron a la gran caída. Sólo al final de la película descubriremos la verdadera personalidad del personaje y nuestra visión ambivalente de la historia retomará un único cauce.

Hay películas con alma, cintas a las que uno asiste sabiendo que se halla ante una verdadera obra de arte sin poder identificar qué es lo que la hace tan grande ni encontrar palabras que expliquen por qué disfrutó tanto al verla. Para comprenderlo hace falta ver la película. Dice Allen que las cosas no se dicen, se hacen, porque al hacerlas se dicen solas. Blue Jasmine habla por sí sola.

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