Crítica de 'The Duke of Burgundy'
Foto (efecto bob): freudstein.co.uk

No se puede decir qué supone mayor heroicidad; hacer un cine como el que propone Peter Strickland, o el estreno en salas en España de dos de sus tres películas, fuera de fechas (The Duke of Burgundy (2014) y Berberian Sound Studio (2012)) gracias a la distribuidora La Aventura. Contando, entre otros, con sus compatriotas Ben Wheatley y Amy Jump en la producción ejecutiva (Kill List, A Field in England, High-Rise), la tercera película del realizador británico se pudo ver en octubre de 2014 en el Festival de Sitges.

Peter Strickland tuvo especial repercusión en Europa cuando su segunda película, Berberian Sound Studio, se alzó con diversos premios entre los festivales en los que se estuvo moviendo, destacando su paso por el Festival Internacional de Cine de Locarno, el Festival de Sitges, de nuevo, y, especialmente, su triunfo en los British Independent Film Awards. En esta película ya se podían anticipar rasgos que Strickland iba a convertir, al realizar The Duke of Burgundy, en sellos de estilo y de visión personal; el uso y la edición del sonido, el componente estético de su universo, el interés por ciertos pasajes de surrealismo en sus historias, el peso de la simbología (tanto en imagen como en palabra), y ciertos guiños a David Lynch, Roman Polanski, o incluso a Yorgos Lanthimos.

The Duke of Burgundy es una película que merece ser vista sin saber absolutamente nada. Entrar en ella, sumergirte y bucear en su universo, con todas las herramientas cinematográficas con las que trabaja, es un privilegio para aquel espectador que logre entrar en la película. Es una de esas películas en las que o conectas y entras hasta la cocina, o te quedas fuera, disfrutando de unas imágenes y sonidos que te pueden parecer interesantes, pero no te dicen nada. Cuesta separar la narrativa de la estética, del estilo visual y sonoro. Hay un pretexto temático que sirve de contexto, para después desplegar una serie de situaciones que se articulan gracias a valores estéticos y cinematográficos, hasta límites en los que la historia y el conflicto desaparecen. Por ello, se pide al espectador paciencia e intuición, y el amalgama que se produce al darse cita todo lo ya citado provoca una cadena de imágenes y sonidos hipnóticos.

Por otro lado, y como sucedía en Berberian Sound Studio, Peter Strickland trabaja con temas o secuencias en las que es difícil ser implícito. No obstante, The Duke of Burgundy alcanza unas cotas de sutileza y pudor en las acciones de las introvertidas protagonistas (interpretadas por Sidse Babett Knudsen y Chiara D'Anna) que es difícil que el espectador no quede sensibilizado y vulnerable ante los sucesos que plantea la historia. Es también de valorar las características socioculturales que han definido los dos personajes protagonistas: dos mujeres maduras que están trabajadas con dedicación en que figuren en la película como dos morbosos enigmas, con una constante pero cuidada carga erótica. Se puede premiar esa labor de que ambas actrices, desde fuera, no entren en los cánones que nos tiene acostumbrado el cine más glamuroso y de putiferio, sino que haya cierto trabajo en los diálogos, fotografía, vestuario, arte, etc. en que se consiga el efecto deseado desde un principio para la película.

En definitiva, The Duke of Burgundy es una película que merece la pena experimentar. Aunque en su historia se le pueda recriminar más, es indudable el sólido trabajo en diferentes departamentos y detalles, algo que sólo un gran realizador (rodeado de un buen equipo, claro está) puede elaborar de manera consciente, y haciendo un esfuerzo por empapar la técnica de todo el espíritu estético e ideológico de una historia. Habrá espectadores incapaces de pronunciar al proyeccionista "Pinastri".

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