Crítica de 'El caso Fischer'
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Bergman nos enseñó en su Séptimo sello que el ajedrez era el juego con el que se podía burlar a la muerte, pero en realidad el ajedrez es un juego de reyes pero no de los que llevan corona sino de los que son capaces de matarlos. Más que un juego es una lucha abierta entre dos psiques, perturbándose entre sí como si te fuera la vida en destruir el palacio mental del que está sentado delante. La trascendencia de este juego del diablo es nula a efectos prácticos pero, en un contexto de perturbadora Guerra helada la cosa cambia. Y eso es lo que intenta contar 'El caso Fischer'.

La cinta se centra en la vida del polémico ajedrecista estadounidense que allá por los 70 causó furor en el mundo del ajedrez con su increíble forma de jugar y sus excentricidades paranoicas. Este coloso del tablero se tendrá que enfrentar al todopoderoso imperio soviético con su campeón a la cabeza, Spassky. Es cuando ambos contrincantes se enfrentan cara a cara cuando la historia cobra la magnitud que merece el histórico encuentro. Una situación de histeria colectiva representada en una suerte de peones y reinas. Y es en la representación de esa catarsis psicótica donde la película recibe el jaque mate. El intento de mostrar a Fischer como un loco fundamentalista antisemita se ve empañado por el débil intento de relacionar ajedrez con infancia traumática. La niñez del ajedrecista apenas tiene trascendencia en una película sobre el poder de la mente y su completa destrucción. Los coletazos sobre madres comunistas, traidores sionistas y federaciones corruptas empañan la verdadera reina de la película: el ajedrez.

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El intercambio de ataques entre ambos campeones alzan el nivel fílmico más si se cuenta con la interpretación sólida de Tobey Maguire cuyo parecido con Bobby Fischer merece estudio. Las excentricidades del jugador de Brooklyn aparecen entre planos fugaces y fundidos en blanco que aumentan la sensación de locura colectiva de la endiablada partida. Además las sospechas de espionaje por parte de ambos bloques aumentan la tensión, si cabe, hasta ver lógico la ida de olla del susodicho Fischer.

Alejado de su habitual clasicismo, Edward Zwick (El último samurai), logra captar la complejidad de un momento histórico marcado por la sombra atómica y la crisis de conciencia americana. Quizás lo que falta es ahondar algo en la parte roja del asunto, los desvelos de Spassky apenas son mencionados y como siempre falta la versión soviética del asunto. Pero pese a que ni Zwinck y Maguire logran el jaque mate consiguen unas meritorias tablas que alientan al espectador a echar una partida de ajedrez, esta vez sin micrófonos.

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