Es ley moral en un país donde las injusticias brotan como el agua de la lluvia en las baldosas flojas de una vereda arruinada. El diluvio esta vez es de críticas que quizás carezcan de razón, aunque tal vez florezcan sus motivos a lo largo de un análisis, porque en la naturaleza del ser humano inquieto aparece la necesidad de encontrarle el sentido a las cosas.

En la vida y en el fútbol, las rachas negativas son sinónimos de desesperación y socias de la ira. Las chicanas entre adversarios, o los cánticos referidos a las hinchadas opuestas -esencia que se desvanece al ver las tribunas visitantes vacías- se funden para moldear el folclore: una dicción cuyo uso se volvió costumbre.

Al folclore se le subordinan significados que poco lo describen. Hoy, ante cualquier acto de ridiculez o violencia en un estadio se la utiliza como atenuante sin comprender el error que se comete al proceder de esta manera. Ahora esas cuestiones se ven reflejadas entre semejantes que piensan distinto: aparecen golpes, de puño y de alma, que te empujan hasta quedar al pie del abismo que alguien generó en algún momento.

Los tablones son la ventana de lo que ocurre cotidianamente: los malos momentos siempre tienen un culpable. Y si no es así, se lo inventan, porque el deporte preferido de muchos no es la pelota rodando en el césped, sino los insultos desmedidos cuando las cosas no salen como se espera. La coacción no sólo es física: las palabras, a veces comunes, duelen cuando alguien las pronuncia o escribe. Son puñales que desfiguran el corazón hasta dejar secuelas, porque en contadas ocasiones, se opta por denigrar el esfuerzo ajeno antes que evaluar la raíz de un problema.

El otro día, por ejemplo, fui testigo de cómo las palabras se golpeaban en un intercambio entre simpatizantes de los mismos colores: Argentinos Juniors. Las acusaciones eran falsas, o mejor dicho, injustas: se le reprochaba a una dirigencia completamente nueva solucionar el daño causado en catorce años de un mismo modelo. Son pocos los que interpretan el legado, muchos menos los que tienen la capacidad de contemplar los pequeños detalles que contribuyen a un trabajo prolijo de refundación.

Y es más sencillo, claro, culpar a los flamantes o a los jóvenes que sueñan con ideas para un futuro exitoso. Sin embargo, a algunos el fracaso los contenta cuando otros en realidad lo padecen: parece una mentira, pero está empapada de verdad. De hecho, se los consideró cobardes por evitar responder a tales insultos; yo decido llamarlo discreción.

No hablan, sus corazones gritan. Sé que lo seguirán haciendo hasta el día en el que las palabras dejen de ser comunes y el diluvio de críticas calme, con trabajo, dedicación, esfuerzo y, por supuesto, con amor.