El Milán jugó con fuego y no se quemó de milagro. Llegaba a Siena con la intención de poner una buena firma final a una extraña temporada. Una temporada de transición después de la despedida de tantos ilustres de la historia del club rossonero. Una temporada que empezó con muchísimas y comprensibles dudas, pero en la cual, con el paso de las jornadas, y a base de muchas pruebas, Allegri dio con una tecla. No era una tecla mágica, pero sacaba adelante los partidos. Paso a paso, despacito, titubeante como una adolescente con tacones nuevos, el Milán escaló posiciones desde el jugueteo con el descenso hasta la zona noble, hasta la Champions.

La situación no podía ser más propicia al inicio de la jornada. El Milán dependía de si mismo y el Siena estaba matemáticamente en la Serie B. Así pues, un equipo ya descendido, sin la presión ni las prisas de última hora, que a veces obra milagros en estos equipos semidefenestrados, no debería de ser una piedra demasiado grande en el camino milanista. El Siena no podía ser escollo para un equipo Champions. Pero el fútbol ni es, ni fue, ni será racional.

Allegri sorprendió en el once inicial, dejando en el banquillo a uno de los máximos responsables de la ascendente progresión en la temporada milanista, el faraón. El Shaarawy empezó en el incómodo banquillo el encuentro donde estaba en juego todo el trabajo realizado a lo largo de una dura e incierta temporada. La temporada de su confirmación, la temporada en la que tantas y tantas noches el joven delantero se echó el histórico equipo a sus tiernas espaldas. Todo ese trabajo estaba en juego, todas esas pequeñas colinas conquistadas. Y El Shaarawy no podía hacer otra cosa más que revolverse inquieto en su silla, esperar y desesperar por una orden de su entrenador, una orden que lo devolviera al terreno de juego, a defender lo conquistado. La orden llegó. Y llegó en el momento en el que todo parecía más cuesta arriba. En el momento en el que más falta hacía la frescura y las ganas de ganar de este tipo de jugador.

Y es que, contra todo pronóstico, el Siena golpeó primero, y empezó ganando un encuentro en el que, en un principio, sólo era el invitado por obligación. Dejando en un limbo de incertidumbre a todo el conjunto milanista, que no sabía ni atinaba con el balón, para cuanto más pensar en asediar la portería de Pegolo.

Antes de que Terzi parara varios corazones en Milán, Balotelli había desperdiciado varias ocasiones, alguna clara, y dejado correr por el sumidero el guion más predecible. Pegolo no quiso su papel de secundario y le ganó siempre la mano al excéntrico delantero, que no sabía debajo de que piedra esconderse y que pasó a jugar presa de los nervios y desdibujado los minutos restantes del cronómetro.

El gol del Siena fue un reflejo de todos los males que acuciaron a la defensa milanista a lo largo de la temporada, o sea, múltiples y grotescos. El equipo de Iachini no había probado a la defensa de Abbiati ni una sola vez, y un tímido acercamiento, expeditivo y poco decidido, bastó para que la defensa milanista sufriera un gol que ponía en serio peligro la presencia del Milan en la próxima Champions.

Un centro frontal de Rosina, sin peligro ni intención, un centro que sería un caramelo para cualquier defensa medianamente seria, se paseó impune por toda el área de Abbiati. La inoperante defensa vio volar el balón, ensimismados, como dos enamorados que pasean observando volar las gaviotas, y ninguna de las numerosas camisetas coloreadas de rojo y negro hizo acto de presencia en la jugada. Increíblemente, ni uno sólo de los tantos jugadores que pululaban por el área saltó a por una pelota que caía con dirección su punto penalti. Terzi entró en carrera, sin la más mínima oposición, hasta la mismísima frontal del área pequeña, y con total libertad empujó a gol el balón. Un gol que dejaba al descubierto las más bajas miserias de una “defensa” que, hace pocos años, era un muro inquebrantable, apoyada en sólidos pilares de la talla de leyendas como Maldini o Nesta, y que hoy se cae ladrillo a ladrillo, día a día, ante la incompetencia de los Zapata, Mexes, Constant, Bonera…

Los minutos corrían veloces, deseosos de abrazarse a la fiesta de la Fiorentina, que gol tras gol soñaba alto… hasta el larguero se puso en contra de los de Allegri y escupió un tiro de Balloteli, que ya empezaba a desquiciarse. Con un inesperado 1-0 el árbitro mandó a todos al vestuario. Para aclarar ideas y buscar explicación a los caprichos del fútbol. Pero tras el refrigerio poco cambió, y de vuelta al verde la tónica fue la misma. El Siena había decidido despedirse de la Serie A por la puerta grande y el Milán no encontraba el norte de la brújula verde. El Siena defendía como si fueran ellos el equipo de nivel Champions. Las ocasiones no llegaban y Balloteli cada vez se enfrentaba más a su mundo interior, frustrado, intentando las más difíciles, no conseguía nada. El Milán no veía con claridad y, teniendo en cuenta la fiabilidad de su zaga, cualquier contragolpe rival podía clavar el último clavo al ataúd en el que se hundían las esperanzas de la Champions.

En el minuto sesenta Allegri dio entrada a El Shaarawy y el duelo tomó un cariz algo diverso, el delantero cambió por completo la cara al ataque milanista y las ocasiones empezaron a cristalizar. El faraón prácticamente no se había acomodado en el campo y ya había encontrado el camino hacia la puerta de Pegolo. Un gran pase lo dejó sólo, cara a cara con el portero, y un precioso control con el pecho dio al delantero todo el tiempo del mundo para decidir como finalizar la jugada. Pero el colegiado entró en juego, y cometió un grave error. Paró la jugada para señalar un, claramente inexistente, fuera de juego. No fue, desde luego, una gran noche para el señor de negro.

Las noticias que llegaban del Este no eran nada halagüeñas y gol tras gol la Fiorentina preparaba una gran fiesta en Pescara. El Shaarawy seguía intentándolo sin descanso y conectó varios remates de cabeza con manifiesto peligro. Pero el gol se resistía y el Milán veía escurrirsele los minutos entre las manos, los minutos y la Champions.

La expulsión de Ambrosini parecía un claro guiño que el destino le hacía a la ciudad de Florencia, pero el árbitro compensó las fuerzas en pocos minutos mostrando la segunda a amarilla a Terlizzi y enviándolo a seguir las huellas, aun frescas, del veterano milanista.

Un milagro necesitaba el Milán a estas alturas, y un milagro sucedió. Quedaban sólo cinco minutos, y el champan estaba ya saliendo de las neveras de Florencia, cuando Balloteli rodó por el área del Siena. La jugada no tenía ningún tipo de peligro y todo se reducía a un desesperado e inofensivo centro frontal, pero Felipe se pegó más de lo necesario al atacante rival y este buscó y encontró un penalti muy riguroso. El conjunto milanista había ya pedido más de un penalti con anterioridad, alguno con gran vehemencia, y puede que la presión superara al trio arbitral. Felipe no podía creérselo.

Penalti. Injusto o riguroso según del cristal con el que se mire, pero penalti pitado. Penalti a y para Balloteli. Especialista en penas máximas y en ser el centro de atención, Balloteli tiró el penalti con la confianza que le caracteriza, fuerte, seguro e inalcanzable. Gol del Milán. Gol que no valía nada si no venía acompañado de otro en menos de cinco minutos.

Era el día de los centros frontales y fue de otro centro de este tipo del que nació el gol de la victoria milanista. Un centro a la espalda de la defensa del Siena, al cual esta respondió tirando el fuera de juego, como había venido haciendo todo el partido, de forma perfecta y milimétrica… casi. Se suele decir que un eslabón débil rompe la cadena, y eso es el fuera de juego. Uno, y sólo uno de los defensas se quedó atorado en el momento de salir. Uno y sólo uno. Pero bastó y sobró para romper el fuera de juego y muchos corazones florentinos. Mexes se vistió de mediapunta y bajo el balón con el pecho. Se vistió de delantero y tiró a puerta. Se vistió de héroe y empujo el rechace al fondo de las redes, hundiendo el balón hasta lo más hondo de la portería y del corazón de las esperanzas de la afición de Florencia, hasta lo más profundo de la desilusión, de la frustración florentina, hasta el más alto éxtasis milanista. Estuvo cerca, todo parecía tan lejos y a la vez... tan cerca. El champang viajaba de Florencia a Milán mientras el equipo de Allegri quema los últimos minutos moviendo el balón por todo el campo, contando con latidos los segundos del reloj. Hasta que por fin el árbitro pitó el final del partido. Los aficionados milanistas se miraron las manos y las encontraron sin uñas y con los nudillos blancos de tener los puños y el corazón apretados. Pero… el año que viene jugarán en Champions.


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