El fútbol se reduce a momentos. Momentos que fluctúan entre el despliegue de buen fútbol y las temidas malas rachas. El que esa fluctuación se dé a lo largo de la temporada respondiendo a un factor intangible, pues no parece pertenecer al ámbito puramente deportivo, es consustancial al fútbol. Sin embargo, cuando se produce esa sincronía entre jugadores y cuerpo técnico que da lugar a ristras de victorias consistentes y merecidas, se soslayan las sonrojantes derrotas (por muchas que fueran) y se vuelve a respirar la positividad. Este fenómeno, tras once partidos sin ganar en Liga, comienza a considerarse la más alejada quimera para la parroquia che.

Lo que comenzó como algo casi anecdótico, se ha perpetuado hasta el punto en que cualquier solución aplicada por Neville parece inservible. El técnico inglés hace y deshace alineaciones en búsqueda de un once de garantías y cuando comenzó a fluir el juego y parecía que la chispa iba a hacerse llama, el Valencia se estrelló contra el Sporting de Gijón y cayó derrotado. El guión del partido del domingo propuso un Valencia con iniciativa y sin gol. Esa sequía de goles, cuando se produce en ocasiones claras y de manera continuada, deja de ser culpa de la diosa Fortuna. El esfuerzo desplegado es inconmensurable y es difícil achacarlo a falta de actitud cuando la frustración ante los resultados se lee en los rostros de jugadores y técnico. Entonces, ¿cuál es el problema?

La entidad che ha mostrado a lo largo de la temporada todas las posibles caras del fútbol: ha ganado sin merecerlo, ha rescatado puntos in extremis y ha dominado sin obtener la recompensa de la victoria. Quizá el Valencia que queda por ver es el de la redención. Falta ver una comunión real de los jugadores y cuerpo técnico con el fútbol. En una ocasión, Gary Neville apuntó a la necesidad de divertirse con el fútbol. En su momento podía parecer de perogrullo, pero con el paso del tiempo esa afirmación cobra más sentido. La situación en Liga BBVA ha generado un pensamiento derrotista generalizado que ha minado la confianza y, en última instancia, ha esquilmado el rendimiento grupal. La consecuencia más notoria es que el componente placentero de la práctica del fútbol sea desplazado como principal objetivo en detrimento de otra meta: ganar. La ansiedad que sigue a la no-consecución de ese objetivo, partido tras partido, se acumula y se encarga de lastrar a los jugadores, que comienzan a tomar peores decisiones sobre el campo, a dudar de su eficacia, a auto-sabotearse.

Lo más curioso es el antagonismo entre el Valencia de la Liga BBVA y el Valencia de la Copa del Rey. Si bien es cierto que el club de Mestalla, hasta el momento, ha tenido rivales de menor entidad y teóricamente inferiores en términos de calidad suma dos empates, cuatro victorias y un total de once goles en la Copa del Rey. Esta contraposición tiene una explicación sencilla. La mala racha no se ha extendido a ese torneo en particular por lo que desaparecen la ansiedad por ganar, el miedo a fracasar y aparece algo tan inocuo como el deseo de jugar al fútbol. Nadie se preocupa de algo que va bien, hasta que empieza a ir mal, que es lo que parece haber ocurrido en liga.

La plantilla del Valencia tiene la calidad necesaria para codearse con los señores de la Liga BBVA y son conocedores de ello. Sin embargo los resultados no acompañan y, lamentablemente, sólo interesa el marcador al final del partido. El esfuerzo, las charlas motivacionales, las ocasiones fallidas... nadie se acordará. Ni siquiera los jugadores. Hasta que el objetivo del Valencia sea el de crear fútbol, es esperable que la racha aún se postergue un tiempo más.