Vaya que es amargo el sabor de la derrota. Llevo días viviendo con él; con la lengua seca, como si me hubiera pasado la noche entera, entre sueños, lamiendo la pared. Me siento en la orilla de la cama, lo pienso y viajo en el tiempo, dieciocho años atrás para ser precisos, y choco sin freno con la escena:

P., mi amigo de la infancia, muerde a escondidas un muro de la casa de Cristina, mi abuela. Es por la falta de calcio, dice, mientras me guiña uno de sus ojos de asiático.

Corro por el pasillo rumbo al cuarto de mi abuela, dispuesto a confesarle el crimen. La encuentro sentada en la orilla de la cama, justo como yo lo estoy. Ella me ha visto antes de llegar. Ella lo veía todo, siempre, antes que sucediera. Despídete, agradécele por todo, y reza porque no vuelva nunca más, me dice, mientras se lleva las manos a ese pelo gris con olor a hierbabuena que me llenaba de absoluta calma.

Tardo un poco en entender, pero rápido compruebo que no se refiere a P., sino a mi abuelo, su exmarido desde hace poco más de cuarenta años, quien está acostado junto a ella, entre dormido y adolorido por las enormes llagas de la cadera que le acaba de curar, como en los últimos meses, desde aquella operación que lo dejó sin caminar.

Mi abuelo durmió en ese cuarto durante muchos años, pero sólo en Navidades. Cada diciembre, se instalaba en la casa de ‘Cristi’, como le decía de cariño, y con él, se instalaba la revolución de las costumbres. Y también se instalaban la felicidad y la ilusión, mismas que, con su última visita, se diluyeron.

La muerte de mi abuelo llegó muy pocas semanas después de haber salido de ese cuarto. Podría decirse que, contrario a las muertes normales, que llegan sin avisar, la suya llegó después de lo que debió. Fue una muerte dolorosa, le quiero decir a Cristina, pero me interrumpe antes de que yo siquiera abra la boca. Ella lo veía todo, siempre, antes que sucediera. Fue una muerte dolorosa, impuntual y necesaria, responde.

Me levanto de la cama y, aún en trance, busco en el teléfono alguna noticia que me devuelva a la realidad. Me encuentro con que “Chelís” no es más director técnico del Puebla. 

Algo me dice que sigo atrapado en el tiempo. La pared tiene marcas. Una muerte dolorosa, impuntual y necesaria. Ella lo veía todo, siempre, antes que sucediera.

Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.

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