No es necesario ser un neurólogo, ni un psicólogo, para saber que los caminos que llevan al amor responden a veces a los motivos más sutiles y menos imaginables.

Los necaxistas, como el resto de los ‘supporters’ del mundo del futbol, tienen dos posibles orígenes: el propio o el externo, en referencia a que alguien más los hace. Desde el momento en que el padre, en un arranque de pasión y pésimo gusto, compra prendas de bebé con el escudo de alguna institución, o en el que el abuelo o el tío llevan al pequeño niño a un partido de su equipo preferido, sellando así su destino, tenemos a hinchas que son hechos, es decir, que son depositarios y continuadores de la tradición familiar de irle a tal o cual equipo, sin que jamás hayan tenido la oportunidad de elegir, pero, también hay que decirlo, sin el conocimiento de que pudieran hacerlo, por lo tanto, es una afición con un acta de nacimiento tan válida como la que más.

Por otra parte, están aquellos seguidores que se hicieron solos, es decir, que tuvieron todo el abanico de posibilidades a su disposición para escoger el color de los latidos de su corazón, y que libremente se inclinaron ante una u otra divisa, aunque no es posible asegurar que haya sido una decisión consciente (que tampoco es que importe mucho eso, en realidad) porque usualmente esa decisión se toma en un momento de la vida en que apenas se tiene conocimiento y noción de la propia existencia, sin embargo, lo que sí es seguro es que esa es la primera gran decisión que los seres humanos toman por sí mismos, cuando lo hacen, y, curiosamente, es la única en la que no hay arrepentimiento ni vuelta atrás.

En esta segunda categoría es donde yo hago mi entrada.

Mi padre, para empezar, ni siquiera gusta del balompié y jamás hizo algo que indicara que deseaba que a mí me gustara. Aparte de él, ningún varón de su familia, y de la de mi madre tampoco, ha manifestado pertenecer a cualquier filiación futbolística, a excepción de un primo que es fanático a ultranza del Guadalajara, siéndolo por causa de su padre, pero como éste es un tío político, no cuenta para mi clasificación.

Siendo yo, entonces, un mocoso que no tenía influencia alguna en su criterio, en la medida en que un niño de cinco años puede tenerlo, estaba un buen día viendo la televisión (la fecha exacta la supe años después: 10 de mayo de 1998) cuando encontré un partido de futbol. No sabía que era el partido de vuelta por el campeonato del Invierno ’98, ni que la estaban disputando el Toluca contra el Necaxa. Ignoraba que el equipo local estaba por romper una sequía de veintitrés años sin levantar un título de Liga, que ante sí tenía un marcador adverso que incluso el sentido común calificaba como imposible de remontar, y que en ese momento nacía la buena estrella de los mexiquenses, que en los siguientes diez años iba a marcar su propia historia. Incluso ignoraba que ese equipo era el local. Esos conceptos aún me eran ajenos.

Por otro lado, también era de mi desconocimiento que el rival era el equipo que había dominado el futbol mexicano durante los últimos años, que ocupaba los titulares de la prensa deportiva semana a semana, que había conquistado a una generación de niños entre los que me incluiría, aunque de forma un tanto atrasada; que había sido campeón de todo, el último Campeonísimo de la era de los torneos largos, que estaba por convertirse en El Equipo de la Década, y que ese día estaba a minutos de sumar otro título para su palmarés, o por lo menos, eso se pensaba. Incluso ignoraba que su nombre era Necaxa, pero en cuanto lo escuché, quedé intrigado, y cuando lo leí, al verlo en el escudo, quedé enganchado.

En heráldica, las formas de los escudos, o blasones, tienen una tipología clásica dividida en países. Bajo esta línea, el escudo del Necaxa pertenece al tipo suizo, por las tres puntas que rematan su parte superior (aunque cualquier tipo de ‘punteado’ también cuenta como parte de esa clasificación). El Atlante, por ejemplo, tradicional rival de los ‘Rayos’, tiene un escudo de estilo inglés. Más allá de eso, la enseña del Necaxa es más bien sencilla, eso lo reconozco, aunque jamás cae en la vulgaridad del logotipo, forma imperante en la identidad del futbol contemporáneo.

Así que, sin más, puedo decir que la razón por la que me enamoré del Club Necaxa, en esa primera infancia, fue por la abstracción de la forma de su escudo y por cómo el nombre se apretuja en la parte superior de éste, encontrando una curiosa disposición en su afán por acomodarse, abandonando las formas ortodoxas en las que yo en ese momento entendía las letras (es cosa digna de verse, la ‘c’ y la ‘a’ deformándose en medio del escudo), así como por la magia del mismo. Y es que esa palabra, ‘Necaxa’, que jamás había escuchado hasta ese momento (y del que no sabía su verdadero significado hasta que lo leí AQUÍ), vocablo de connotaciones místicas y extrañas, completamente ajeno al mestizaje lingüístico del español mexicano, encierra en su morfología un misterio especial, que, aplicado en la dimensión del futbol, le da cualidades especiales.

¿Qué hubiese pasado si, por ejemplo, en lugar de sentirme atraído por los bordes afilados del escudo del Necaxa me hubiesen gustado más las redondeces del emblema 'choricero'? También es un escudo con letras abstractas, aunque no supe cuál es la forma que tienen hasta que ya era un niño grande. Quizá, si hubiese preferido las orlas llameantes del uniforme que el Toluca usó ese día, a las clásicas y muy futboleras franjas verticales (configuración denominada empalado en lenguaje heráldico), estaría escribiendo esta historia, en sentido contrario, para Vavel Toluca.

Necaxa, el equipo de nombre raro que un niño, por casualidad, vio una vez perder una final que tenía en la bolsa.

Evidentemente, yo no fui capaz de interpretarlo de esa manera, simplemente me pareció un escudo lindo, un nombre lindo y nada más. A pesar de entender que, finalmente, fui testigo de su derrota, no entendí plenamente el significado de ello, porque un niño de cinco años aún no tiene los recursos psicológicos suficientes para prestar atención noventa minutos a un mismo asunto, además de que lo que estaba observando eran los minutos finales del segundo tiempo. Me pareció una pena, sí, que ese equipo que me había gustado terminase perdiendo, aunque no me dolieron los goles de Abundis como a otros niños, mayores que yo, que seguramente guardan un recuerdo más vívido de ese infausto partido.

El partido concluyó, yo cambié de canal a la tele y continué con mi vida de niño. La única diferencia apreciable fue, que cuando me llegaron a preguntar a qué equipo apoyaba, yo contestaba automáticamente: ‘al Necaxa’, aunque, repito, aún carecía de la certeza de todo lo que implicaba, e implica todavía, esa afirmación, de manera que, por esa misma razón, no fui testigo del ‘Jaliscazo’ del siguiente torneo, ni de la Liga de Campeones de Concacaf, al año siguiente.

Volví a captar la frecuencia del necaxismo hasta el Mundial de Clubes de 2000, al enterarme que Necaxa había vencido al Real Madrid en tanda de penales. Para ese momento yo le había pedido a mi mamá que me comprase una réplica de la camiseta del equipo que había visto en el tianguis, cosa que hizo, y en ese momento ya me sentía parte del equipo, con la camiseta, precisamente, que usaron en esa competición: el escudo al centro y unos relámpagos haciendo mella entre las franjas rojas. Sentía orgullo de saber que el escudo que tanto me gustó (y que me sigue gustando exactamente del mismo modo y con la misma intensidad que cuando lo vi por primera vez, ahora hace veintiún años) se encontraba en el centro del pecho, no a un lado, pues representaba el punto en donde todo surge y todo se concentra al mismo tiempo. Más que en el corazón, estaba en el centro mismo de la existencia.

Como ya iba en la primaria, tenía una idea un poco más cabal de lo que significaba en ese momento el Necaxa para mí, una esperanza que jamás ha dejado de estar conmigo, y tuve mi consagración como pequeño hincha de los ‘Rayos’ un par de años después, cuando lloré por primera vez por causa del club al que le entregué mis emociones, cuatro años y dos semanas después de ese primer acercamiento, en la final de vuelta del torneo Verano 2002, sin embargo, esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.