La angustia es un mal innato del ser humano, es el saber que algo puede pasar, pero no conocer cuándo llegará. Es encontrarnos en un mundo de compendios amenazantes, de elementos temibles y a veces hasta dolosos. La angustia es, irremediablemente, darnos cuenta de nuestra efimeridad en este mundo.

En ese mismo mundo, tanto el trabajo social, como el biológico, siempre han sido el preservar a la especie, el luchar por no caer, por vencer los males que nos asechen, por protegernos, por procurarnos.

Es por ello que se están tomando medidas tajantes y directas para tratar los males que rondan a nuestro país, por ello el estadio no pudo gritar al ritmo del gol, por ello la afición no pudo viajar hasta el estadio y solo sufría frente al televisor:

Sufría ante las desconcentraciones de madrugada, ante los descuidos inoportunos y ante los yerros puntuales que acompañan la tónica de los últimos juegos necaxistas que, en ocasiones, han logrado venir del atrio más competente que tiene el club: entiéndanlos, ellos también fallan.

A pesar de que el silbante les dio una segunda oportunidad, haciendo sonar la alarma de un nuevo desafío, no lo aprovecharon. A pesar de que un defensor rival pegó un grito de estimulación, tampoco lo escucharon. Los únicos gritos que se escuchaban eran los que venían desde la banca, literal, pero no hubo ninguno que aportara un cambio benéfico para lo que estaba sucediendo en el campo.

Al final, se cayó una vez más, alejándose la opción de una potencial clasificación; pero, para ser sinceros, lo más preocupante es el poco entendimiento del club, que se hace notar en los cambios recurrentes en la alineación titular.  

Es por eso que todos los aficionados, desde su casa, buscan resguardarse de un virus de origen chino, y de paso, aferrarse a otro virus que se les metió muy adentro, y que a pesar de toda la angustia que provoca, les sigue haciendo soñar: ese virus se llama Necaxa.