¡Volvió a salir el sol! Los rostros volvieron a pintar una tenue sonrisa, las fuentes volvieron a derramar agua y la afición volvió a buscar la alegría que tenía guardada. 

Se vivieron momentos llenos de dulzura, embriaguez cálida que mareaba a propios y extraños. Un cambio de autoridad representa un cambio de 180° en el ciclo, y modifica drásticamente lo observado. 

El primer tiempo quisieron eternizar. La noche bañada de candor quisieron extender hasta el final, el momento era sublime, las caricias al balón enamoraban a más de alguno. Sin embargo, solo duraría 45 minutos, y no se supieron aprovechar.

En el complemento la realidad comenzaba a asomar. Sí, recordaron que ya era de noche, y la oscuridad era su mejor aliado: eran de memoria corta.

Por un momento regresaron los recuerdos, los ya tan famosos descuidos. Un brazo en un lugar equivocado convertía en martirio el semblante de la afición que, desolada, comenzaba a respirar incertidumbre. 

Édgar Hernández no había tocado el balón, Édgar Hernández aún no sabía lo que era realizar una atajada. Y, después de aquella jugada, siguió sin saberlo.

La afición volvió a respirar, tomó algunos gramos de exhalaciones para convertirlos en esperanza. Por segunda vez el rival había fallado un penal, y era momento de hacer valer viejos adagios.

En el último suspiro, ya cuando el aliento había abandonado su asiento y la alegría se había desilusionado, tuvo que venir un nuevo grito, tuvo que venir el festejo de una victoria para el nuevo entrenador, sí, como en los viejos tiempos. Lo único malo fue que la afición se marchó incrédula, simplemente por el hecho de que aún no recuerdan la forma de cómo festejar un triunfo.