Todo se remonta al momento en que tenía cinco años recién cumplidos. Era diciembre y cualquiera que haya vivido en Medellín sabe que diciembre es sinónimo de algarabía. Yo no entendía muy bien por qué, pero esa noche de diciembre había algo más que música y pólvora. La cuadra donde vivía rugía con una mezcla de júbilo y furia. La gente corría, gritaba, revoleaba camisetas a rayas y banderas verdes. Era diciembre de 1999 y Nacional acababa de ser campeón ante América por la vía de los penales.

No me extrañó cuando muchos años después una persona que quiero mucho me contó la misma historia, situada en su barrio, a más de 30 kilómetros del mío. Pasó el tiempo y empecé a escuchar la misma historia en lugares cada vez más lejanos. Con la llegada de las redes sociales, nos dimos cuenta que el Atanasio es más pequeño de lo que pensamos. Nos dimos cuenta que cuando Nacional hacía gol en su estadio de la 74 con Colombia, en los cuatro puntos cardinales del país había gente gritando el gol.

Soy de la época donde Nacional era un equipo de segunda línea, detrás de Millonarios, América y Cali. Tal vez sea esa la razón por la cual hoy día me sorprenden las repercusiones de todo lo que pase o no pase con este equipo. Poniendo toda su historia en perspectiva la diferencia es aún más notoria. La semilla de Nacional se plantó en una canchita del barrio Buenos Aires gracias a un puñado de estudiantes y obreros textiles unidos por el balón. Era la época donde lo único que se sabía de Medellín era que ahí había muerto Gardel. Eran otros tiempos.

Ese equipo, bautizado Atlético Municipal y luego renombrado Atlético Nacional "en defensa y estímulo del deportista colombiano", no nació en cuna de oro como sus rivales más acérrimos. Era un equipo de barrio, durante muchos años minoría en la ciudad y último de la tabla. Esto no impidió que se mantuviera una idea de juego firme en el tiempo. Un equipo que nació del barrio tiene que jugar para el barrio, respetando la institución del toque-toque y la picardía. Si se elabora la jugada con paciencia de artesano no es necesario tener los jugadores del Dorado. Los resultados llegaron en los setentas en el plano nacional y en los ochentas en el internacional.

Esa Libertadores de 1989 no fue causa sino consecuencia. Hinchas de otros equipos que no han probado esos deliciosos sorbos de copa le restan valor. Un logro de esa envergadura se gana en 14 partidos pero se empieza a construir con años de anticipación. La base de ese equipo ganador empezó en 1985 en un Sudamericano Juvenil, clasificó a un Mundial de mayores después de 28 años y repitió la hazaña cuatro años después. Era la época donde lo único que se sabía de Medellín era que ahí vivía Pablo Escobar, que poco pudo hacer por ayudar a un equipo que volaba por sus propios méritos. Eran otros tiempos.

Ese logro deportivo desató la locura en un país destrozado. Por una noche la radio y la televisión en Colombia cambió las bombas y los cadáveres por un penal de Leonel Álvarez. El fútbol es un fenómeno masivo porque ningún deporte en el mundo refleja tan bien su contexto social. Es un deporte que tiene momentos barbáricos como el boxeo pero tiene momentos de arte y sensibilidad como la gimnasia rítmica o la esgrima. El fútbol desata los sentimientos más profundos del ser humano, los buenos y los malos por igual. Nacional brindó un poquito de alegría y el pueblo agradeció adoptando sus colores. Que Nacional haya cultivado hinchas en todo el país no es la causa de una moda sino la consecuencia de un momento histórico.

Lo que vino después es historia conocida. Los títulos, valga repetirlo, no son causa sino consecuencia. Si Nacional obtuvo una segunda Libertadores en 2016 y se convirtió en el equipo más ganador del país, no fue por generación espontánea o por mitosis. La grandeza se gana y se revalida 90 minutos a la vez, cosa que los gigantes de antaño no hicieron. La grandeza demuestra hasta en las tragedias: donde otros equipos vieron demagogia y burlas, Nacional mostró respeto y empatía. Si los goles 'verdolagas' se gritan hasta fuera del país es porque Nacional no representa solo fútbol sino una forma de sentir y vivir.

Hace mucho que Nacional dejó de ser simplemente fútbol. Es el común denominador entre Manrique y Engativá, entre Apartadó y El Carmen de Viboral, entre Leticia y Bosconia, entre Buenos Aires y Chapecó. Es un equipo de barrio que genera más plata que el vallenato y mueve más gente que la política. Es, tal vez, el fenómeno sociocultural más grande de Colombia en las últimas décadas. 70 años bastaron para convertir un equipo de estudiantes y obreros en una marejada. Si Dios existe, le ruego que ese espíritu del barrio nunca se extinga.