Dos jornadas para cerrar definitivamente otro curso más en Primera División de la SD Eibar. Ese ‘más’ indica que la temporada ha estado a la altura, pero podría haber sido mejor. Una campaña más para el montón, que comienza a hacerse grande. Esto podría significar el establecer unos cimientos en la categoría. Desde luego, si estos son los cimientos del club vasco, la casa no tardará en venirse abajo.

Intentar ver el lado positivo de esta temporada es algo que parece sencillo en una primera instancia. 47 puntos, situándose décimos y con un punto de ventaja sobre sus perseguidores. Esta ventaja se entiende como el depender de sí mismos en la lucha por no caerse de la primera mitad de la clasificación.

Esta posición es el fruto fundamental de aquella milagrosa, pero bien trabajada, racha de 26 puntos en 12 partidos. Una concatenación de resultados favorables que prácticamente concedió el deseo a los armeros de permanecer en la máxima categoría durante un año más. No se debe restar el mérito a la plantilla y a José Luis Mendilibar, pero el hecho de que el equipo atraviese tan pronunciadas irregularidades invita a pensar que el efecto ganador de esta etapa se debió a la fortuna.

Una fortuna que juguetea con el equipo vasco, de pronto alzándolos y convirtiéndolos en uno de los equipos más prometedores de la división. De la misma forma, tanto al principio como acercándonos al final lo sumió en una depresión goleadora que hizo tambalearse a los armeros, sobre todo en el comienzo.

Tanto la afición como el equipo han de tener capacidad de reflexión, para conseguir ver que son el equipo más irregular de la liga, y que el equilibrio futbolístico podría estar alzando al Eibar entre los seis mejores equipos de la competición. En cambio, la situación fuerza al Eibar a ganar sus dos últimos partidos para asegurar su posición por encima del ecuador de la tabla. No es una situación a la que los armeros deberían estar condenados. Está claro que hay una pieza en el sistema que falla, ¿pero cuál?