Se agotó el tiempo del reloj del Camp Nou en semana 38, se vaciaron los minutos de la temporada 2017-2018, se paró el cronómetro en 39.620 minutos como jugador de la Real Sociedad. Ya no más convocatorias, ya no más onces iniciales, ya no más trucos elegantes sobre césped, ni lecciones de clase en medios. Ya no más días de fútbol, ya no más días de oficina, ya no más “10” con Xabi Prieto.

Se despidió un jugador de los de otra época. Uno de esos que solo el tiempo y la perspectiva pondrá en alza su verdadero valor. Y es que, si hay que definir a Xabi Prieto como futbolista se podría afirmar que el capitán realista fue un preciso Luthier del balompié que luego como director de orquesta y solista supo alternar sobre el terreno de juego un repertorio que contaba con la elegancia de una sinfonía clásica y algunos de los mejores solos improvisados de jazz. Un jugador que con el paso de los años logró que su juego enardeciese con mayor expresividad y mejores recursos para que este luciese con un sonido único como si de un violín Stradivarius se tratase. Pero más allá de su fútbol más literal la persona de Xabi Prieto se engrandece por la figura que creó a través de sus actos. Hechos que dibujan a un futbolista indómito ante la corriente del fútbol actual

Insurrecto en una rebelión donde la acción fue la no evasión cuando el frente cambió de oro a plata. Porque Xabi Prieto con sus decisiones marcadas por el corazón lo erigieron en un rebelde en tiempos modernos. Un txuri-urdin que decidió que vivir en las trincheras era su modo de sentir el fútbol. Ese en el que aguantar el fuerte no era una opción sino la solución. Esa solución y respuesta que sostenía que para crecer y volver a ser había que recuperar todo lo que habían perdido. Y él estaría ahí. Y él estuvo. Lo hizo incluso cuando los cantos de sirena llegaron y se negó al fútbol negocio. El del marketing y giras. El de producto y expansión sin balón en juego. El de escudo vacío y discurso manido. El de “te beso y me caso pero mañana ya no te quiero, ya no te necesito, me canso y me largo”.

Porque el Xabi Prieto de ese entonces era y es ese mismo chaval que ya demostró su personalidad y su fidelidad cuando siendo apenas un adolescente rechazaba saltar a otros equipos para quedarse en su Santo Tomás Lizeoa con sus amigos. Cumpliendo metas y creciendo con su colegio. Aquel niño que únicamente les dijo adiós cuando llamó a su puerta la Real Sociedad. Su Real Sociedad. Porque como todo, ambicionar también es relativo y el valor de cada logro no se mide por el nombre del logro sino a través del camino, la dificultad y la historia que hay detrás de cada uno de esos pequeños o grandes triunfos. Y su mayor ambición era la de ser pero serlo mayúsculo en casa. Quizá en apariencia el desafío más simple, quizá en la práctica el más difícil. En esencia, el más honesto y personal. El del Santo Tomás y el de la Real Sociedad.

Porque Xabi Prieto evoca a ese fútbol más primitivo y a la vez el más inocente. El del primer amor. Aquel donde nuestra mayor ambición y nuestro mayor orgullo era vencer al colegio con el que compartías la mayor rivalidad, la de aquellos tiempos en los que ganar al pueblo o ciudad vecina era nuestro mayor trofeo. Aquellas jornadas donde solo existía esa pequeña pero significante satisfacción y tu mayor premio era convertirte en partícipe directa o externamente de esa sana guerra futbolística. La misma donde no había nada más que un balón, unos compañeros que eran amigos y unos rivales que dejaban de serlo al término reglamentario. Esos días donde tu mayor regocijo o tu mayor castigo era recordar o que te recordasen el resultado de esa mañana de fútbol. Donde no existían ni modas, ni ofertas, ni millones de euros o pesetas, ni camisetas por vender, ni anuncios por rodar. Aquellos años en los que si eras afortunado vibrabas con tardes en el estadio de tu equipo y sino vivías pegado a un carrusel radiofónico donde los encuentros se solapaban y en el que cada vez que se cantaba “gol” sufrías porla incertidumbre de no saber dónde había sido y cuando anunciaban el estadio y era el tuyo rogabas para escuchar el nombre de uno de tus jugadores como goleador y rezabas para que lo que se celebrase no fuera un tanto del rival. Porque Xabi Prieto recuerda a los Górriz, a los Arconada, a esos nombres que sólo tienen una sola asociación. A esa reminiscencia de lo simple y humilde. A natural y sin artificios.

Por todo ello entre otras cosas, Xabi es esa clase de futbolista que es la antítesis de un fútbol moderno cuyo uno de sus rasgos característicos es la mercadotecnia. Esa que se genera con el cambio de equipaciones cuya obsolescencia programada se fija en el año de vida y que tiene en el cambio de cromos a otro de sus mayores avales. Sin embargo, el donostiarra siendo la antítesis de esa tendencia se ha convertido en uno de sus mayores activos. Todo porque su mayor valor no reside en la novedad y caducidad sino en la antigüedad, en la fidelidad. Esa que convierte en la compra y puesta de la camiseta de un aficionado con el nombre y número en la espalda en algo de lo que enorgullecerse. Esa sensación de saber de buena tinta y sin miedo a sentirte defraudado que esa zamarra de carácter propio representa y renueva con cada modelo nuevo esos mismos colores y esa pasión futbolística compartida. Esa certeza de no ser algo pasajero, de cuestión de moda u momento sino del "para siempre". Prieto no pretendía vender camisetas pero lo hizo sin quererlo, ganándolo a pulso.

Y es que Xabi Prieto se convirtió – junto con otros pocos – en abanderado de una vanguardia en desuso, en la cual no quiso “vender” una consigna trillada y desacreditada – esa del “no tengo segundo equipo” – sino que con sus actos silenciosos pero a la vista de todos demostró que esa filosofía denostada por los tiempos actuales y marcada por los hechos de terceros era y es todavía posible de cumplir. Solo es cuestión de prioridades, voluntades, de sentimientos. Y él es su mejor ejemplo.

Y cuando los focos ya se apagaban, Xabi no decepcionó y volvió a ir a contracorriente en su adiós. Ese que estuvo vestido de sencillez, de agradecimiento y compañerismo. Lo hizo desde ese momento en el que conociendo que su etapa como futbolista en activo estaba por concluir, apostó por regalar sus últimas lecciones en aquel campo que durante una década y un lustro hizo suyo. Ese que le vio cumplir su sueño de niño y ante aquellos para los que siempre deseó que fueran sus regates y su juego: la afición de la Real Sociedad. Porque su retiro dorado no tiene casa en desiertos de Oriente, ni aromas asiáticos o saltos en charcos hacia el nuevo continente. Su adiós tiene como fondo la Bahía de la Concha y unas botas que ya no calza sino que cuelgan con sus recuerdos. Lo hace desde esa Bella Easo que convirtió en su ciudad perenne. Quizá no hubo otras opciones, quizá simplemente no dejó que las hubiese. Él simplemente era de la Real Sociedad y solo quiso ser de ella.