Chris abrió una lata cerveza, la elevó al cielo y gritó a pulmón abierto: “Hemos vuelto, carajo”. Las lágrimas asomaron por sus ojos tristes. Eran lágrimas de felicidad, de esas que se disfrutan de verdad por lo valiosas que son. Después del estruendo de su grito de guerra que estremeció aquella sala de un hotel en el corazón de Ciudad Juárez, una multitud enardecida vestida con colores de los Rayos se le unió al festejo y brindó con él. Aquel salón olía a cerveza y tabaco quemado. Había música y la fiesta apenas comenzaba. “Ahora sí, carnalito. Estamos de vuelta”, dijo otro hincha que se acercó a Chris y le dio un fuerte abrazo. Era su manera de celebrar el regreso, dando abrazos muy efusivos a todos los presentes cuando horas antes se comía las uñas, resoplaba con fuerza en cada acción de peligro en contra, miraba el reloj cada 17 segundos y se abrazaba con el más cercano, cuando Yosgart atajó de manera providencial cada una de las pelotas que amenazaron con romper su portería aquel día, en la última frontera mexicana.

Cuando el árbitro decretó el final del encuentro, de pronto, todo cambió. Aquella noche cálida de mayo todo cambió para la ciudad, jugadores, directivos, técnico, hinchada y periodistas. Para todos. Necaxa se atrevió a romper las telarañas de los fantasmas del pasado que lo atormentaban. Se olvidó de aquellos pasos en falso cuando perdió finales ante Neza, Leones Negros y los Dorados de Sinaloa. Errores que le costaron un año más de castigo en el Ascenso. Se atrevió a jugar ante el destino, movió a la perfección sus piezas de ajedrez y cantó jaque mate en territorio enemigo. Consiguió una sufrida victoria en el campo del Benito Juárez. Los goles de Felipe Gallegos y de Jorge Sánchez, además de apoyarse en las atajadas y la figura de un Yosgart, que recordó sus años mozos como arquero, los Rayos lograron su boleto de regreso a la Primera División luego de cinco años de naufragios y desastres en las tristes aguas del descenso.

Un año que había iniciado de la manera más alentadora posible, por las contrataciones y resultados en las primeras jornadas, de pronto y en cuestión de minutos, estaba al borde del precipicio. Un par de sus jugadores registrados habían sido detenidos luego de ser partícipes de una riña a las afueras de un bar, un domingo a la madrugada. Un joven –que meses más tarde perdió la vida– se había llevado la peor parte en la trifulca y tuvo que ser hospitalizado. Su estado de salud se reportó como crítico. La noticia conmocionó a la sociedad de Aguascalientes y llegó hasta los titulares en diarios de tiraje nacional. Al iniciar la semana, Luis Torres Septién, director general del club en ese momento, atendió a los medios que se congregaron por montón en la terraza de prensa. Ese día, la Casa Club Necaxa registró la visita histórica de más de 60 reporteros en busca de la verdad. “Mira, lo que te da un 3 – 0 a favor”, dijo en tono irónico el técnico del equipo, Miguel de Jesús Fuentes, al ver la cantidad de reporteros que se habían dado cita en la cantera. “La verdad que no sabemos qué pasó. La directiva está investigando y esperando noticias de las autoridades. Una vez que sepamos a ciencia cierta qué fue lo que ocurrió, tomaremos las medidas necesarias”, comentó el entrenador para quitarse de encima el reflector. La caída apenas se vislumbraba en el horizonte.

Aquel fue el inicio de la catástrofe. El equipo cayó en un bache y no levantaba. Y por si faltara poco, en el estadio retumbó en diferentes ocasiones el grito de “asesinos, asesinos”. Directivos, jugadores y técnico tenían el agua al cuello. Miguel de Jesús Fuentes no encontraba el camino. Ganó dos partidos de nueve jugados –entre ellos una racha de tres derrotas al hilo–. Perdió los papeles con la prensa tras ser superado por Mineros en casa por 2–3, y la directiva no toleró la situación, por lo que decidió acabar la relación de inmediato. Al día siguiente, el club emitió un comunicado donde explicaba la decisión de finiquitar al entrenador. El equipo perdió el último partido de la temporada regular y por primera vez –en el tiempo que llevaba en el Ascenso– se quedó fuera de una Liguilla. El club había tocado fondo.

Dentro de todo lo malo, hubo un pequeño haz de luz. Tiempo fue lo que necesitó Torres Septién para elegir al nuevo entrenador. Revisó a fondo la agenda de su celular y encontró el técnico indicado. El 25 de noviembre, los periodistas informaron de la llegada de Alfonso Sosa al cuadro de Aguascalientes. Ese mismo día el club lo hizo oficial mediante sus redes. Un técnico con conocimiento pleno del circuito de Ascenso llegaba con la fórmula para revivir a un equipo que caminaba muerto en vida, triste y desconsolado. Al llegar, hizo una limpia en la plantilla. Dejó ir jugadores que ya no sumaban más y trajo a otros que le ayudarían a lograr el objetivo.

Los resultados se fueron dando poco a poco y el equipo encontró un estilo de juego. Recobró la confianza y se labró una personalidad. En el primer semestre del 2016, Sosa llevó al equipo a jugar la Final de la Copa MX frente al Veracruz. Terminó clasificado dentro de los primeros lugares en la tabla de posiciones y logró sortear a cada uno de los rivales en la Liguilla: Correcaminos, Atlante y en la final se citó con Mineros de Zacatecas. Por primera vez en cinco años, los Rayos se proclamaron campeones en casa. La afición se unió y cantó: “Va a volver, va a volver, Rayos va a volver”. El equipo logró lo que buscaba desde su llegada a Aguascalientes: la comunión con su afición

En la Final por el Ascenso se cruzó con Bravos de Ciudad Juárez. El partido de ida se jugó en un abarrotado Estadio Victoria. La afición cumplió con su parte del trato, copó las tribunas y jugó su encuentro. Mientras tanto, Juárez se encerró en su campo. No permitió que Necaxa explotara como lo había hecho anteriormente. Le cerró los laterales y cortó todo tipo de centros por aire. No encontraba Sosa la llave para abrir un candado bien puesto por Orduña, que solo se limitaba a dar indicaciones sin aspavientos desde su área técnica. Tenía el juego controlado y al rival neutralizado. Pero el encuentro se le salió del guion. Jahir Barraza encontró un pequeño espacio cerca del balcón del área y disparó a portería. La pelota hizo una parábola perfecta e hizo estremecer las redes del arco sur. El estadio explotó en júbilo. Los de Sosa aprovecharon el envión anímico que les inyectó la anotación y buscaron ampliar el marcador. Al final, los fronterizos salieron con una buena renta del Victoria tras perder 1 – 0. La vuelta se jugaría en el desierto de Ciudad Juárez, a orillas del Río Bravo. 

Aquella ciudad parecía un fortín. Por aquel entonces se encontraba recluido en el Centro Federal de Readaptación Social 9, el criminal más buscado en todo el mundo: Joaquín “el Chapo” Guzmán. Fuera del Penal había vehículos blindados al por mayor y puestos de control militar cada 50 metros. La prensa escrita informaba a 8 columnas que el narcotraficante esperaba ser extraditado a los Estados Unidos. También se hacía eco del encuentro que se jugaría esa noche: “¡Vamos Bravos! Se la juegan hoy VS Necaxa por el Ascenso”, se leía en un encabezado de El Diario de Juárez. La gente estaba metida con su equipo.

En los programas de revista de televisión local se podía observar a las conductoras con la camiseta de Bravos. Toda la ciudad estaba en la misma sintonía. Todos apoyaban a su manera desde su trinchera. En tanto, los de deportes también informaban de cada detalle que sucedía en la concentración del equipo local y del visitante. Fuera del hotel de Necaxa ya había gente haciendo escándalo. Cada quien jugaba su partido. 

Metros antes de llegar al estadio, el colorido se apoderó de todo el entorno. Hinchas con la remera verde fosforescente en todos lados. Banderas del potro indomable que ondeaban al poco viendo que había en Juárez. La X pintada en el torso de otros fanáticos que hacían acto de presencia. La señora que vendía todo tipo de artilugios en su puesto montado a las afueras de un estadio que estaba a punto de entrar en estado ebullición. Los carros de tacos de asada que, si no tenían monedas sueltas, regresaban cambio en dólares, porque ahí se manejan las dos divisas a pesar de ser territorio mexicano. La fiesta ya se vivía horas antes de empezar con un encuentro que resultaría fatídico para los locales.

Dentro del estadio se vivía otra situación. Una tensión volaba por el aire y se dejaba sentir. Había muchos nervios por parte del público. Poco a poco se fueron poblando las gradas, al punto de que ya no cabía absolutamente nadie. Era un volcán en erupción. El grito de “Vamos, Bravos” se escuchaba parejo y con fuerza, pero poco a poco se fue apagando. Y Yosgart Gutiérrez fue el primero en extinguirlo. El sinaloense se convirtió en factor del encuentro. Sus atajadas providenciales en los primeros minutos del cotejo, silenciaron un graderío que estaba en llamas. El grito de gol quedó ahogado en las gargantas de los aficionados. Una mano salvadora que nunca se dobló y mandó la bola a un lado. Una salida con las manos arriba ante un disparo a quemarropa. Hasta una pifia de la defensa que acabó con el balón dentro de la portería, pero que para fortuna, fue anulado por un fuera de lugar. Ese fue el guion del partido. Pero Necaxa tenía llegada. Jesús Isijara volaba por un lado y Jahir Barraza por el otro. Ambos proveían de centros a un Rodrigo Prieto que aguardaba sereno en el corazón del área, pero que no conectaba. La afición volvió a practicar el grito de gol, pero de nueva cuenta, el árbitro anulaba por recurrente fuera de juego. Así acabó la primera mitad. Con un Necaxa aguantando todo pero muy sólido y con un Bravos insistente pero poco contundente.

Apenas arrancaba el segundo tiempo y Felipe Gallegos le puso color al juego. El chileno condujo por todo el pasillo del diez, nadie le salió a la marca, y disparó a comodidad para colocar la bola fuera del alcance de Vázquez Mellado, quien se lanzó estérilmente. Un gol que gritó una pequeña facción en el Benito Juárez, pero que retumbó con fuerza en Aguascalientes y la Ciudad de México.

Bravos insistía, pero se le nublaba la vista, mientras que Necaxa lo esperaba en la última línea. El Orduña que se vio en Aguascalientes había desaparecido. Ahora era un tipo desconcertado, que gritaba y protestaba cada una de las jugadas que no le salían a su equipo. Un energúmeno que no soportaba la presión y manoteaba al aire cada decisión del central. No encontraba Juárez con la tecla que le diera claridad al juego. Se cansó de tirar centros sin precisión y rematador al área. Corría pero no veía claro. El juego había llegado a donde Necaxa quería: un nudo en el terreno de juego apretado con fuerza

Sosa lo entendió de inmediato e ingresó a la Pulga Gómez. El venezolano, con su velocidad, enloqueció a la defensa de Juárez. Al 89’, el sudamericano sirvió para un solitario Jorge Sánchez –que también había entrado de cambio–, que controló a placer a metros de la línea de gol y disparó a quemarropa contra un Vázquez que solo se hincó para contemplar la anotación. El 0–2 en la frente de los Bravos y el boleto de regreso a la Primera División. “¡Listo, ahí está. Vámonos!”, gritó un periodista enviado desde Aguascalientes ante el gol. Necaxa estaba de vuelta.

Al sonar el final del partido, Sosa corrió por todo el campo como aquel jugador que siempre fue. De un lado para otro para abrazarse a cuanto jugador suyo se le atravesaba por el camino. Otros se hincaron y lloraron. Otros más volteaban al cielo y daban gracias. En la grada, los más de mil hinchas de Necaxa que hicieron un viaje kilométrico lloraban de la emoción y cantaban hasta desgarrarse la voz. Torres Septién lloraba de felicidad y se abrazaba a todos los que le pasaban cerca; pasó muy malas noches después de lo ocurrido meses antes con Molina y Gorocito. Ernesto Tinajero sonreía –sabía del negocio que se estaba generando con un equipo de Primera División–. Le seguía de cerca su hijo, Santiago, quien también lloraba y sonreía. Necaxa era una fiesta. Un jolgorio. Un placer.

El vestidor era un carnaval. Olía a cerveza. Todos saltaban y cantaban: “Ya volvió, el Rayo ya volvió”. Cada uno de los jugadores vistieron una camiseta con la leyenda: “Volvimos”. El trofeo de Ascenso pasaba de mano en mano. Todos querían una foto con él. Aquel pequeño rincón de Ciudad Juárez, a orillas del Río Bravo, era un tremendo festival. Al menos existía felicidad en una ciudad que ha sido golpeada y violentada por la ola del narco. La fiesta continuó toda la noche en el vuelo de regreso a Aguascalientes. “No conocimos la feria, pero vamos a armar la nuestra en el aire”, dijo uno de los jugadores que cargaba una botella de champagne y traía un vaso en la mano con alguna bebida alcohólica.

El equipo se fue. Dejó Ciudad Juárez pasada la media noche. En tanto, en aquel pequeño salón de un hotel, ubicado en el corazón de la última frontera mexicana, Chris lloraba con mucho sentimiento. En verdad que disfrutaba del momento. Atrás habían quedado malos episodios y cinco años de vida en el Ascenso. Cinco años que nadie le regresará jamás. Quizá de ahí venga la importancia de las lágrimas que asomaron ese día por sus mejillas, cuando Necaxa rompió con sus fantasmas, se atrevió y volvió a la Primera División.