Desde los orígenes de los tiempos, la historia ha sido escrita siempre por los vencedores. Un hecho que ha provocado la imposibilidad de aunar una completa certeza en los relatos pero que no ha impedido que perduren en la memoria las hazañas de los grandes mitos derrotados. Desde William Wallace hasta Aníbal pasando por Leónidas. Todos ellos, adelantados a sus respectivas épocas e incansables defensores de una lucha que creían justa, permanecen en la retina, siglos después de su existencia, gracias a sus heroicas actuaciones en el campo de batalla. Si sustituimos aquellos primeros siglos de existencia por nuestra era, y cambiamos aquella Escocia pujante de independencia o la Esparta rebelde ante la tiranía de Persia por una cancha de baloncesto de la ciudad de Ohio, nos encontramos ante el mayor ejemplo de supervivencia, superación y batalla que, pese a no acabar transformada en victoria, eleva a los altares más privilegiados de la historia a la figura que ha hecho posible una hazaña de dimensiones bíblicas. Después de Las Finales 2015 de la NBA, El Olimpo ya le guarda un sitio de honor a LeBron James.

Tras ganar dos anillos lejos de casa, al calor de Miami Beach y con Wade y Bosh como escuderos de lujo, LeBron James tomó el pasado verano la decisión de volver a casa para levantar una franquicia que ni los recientes números 1 del draft apartaban de la zozobra. Un aterrizaje digno de una película de Hollywood, pues el hijo pródigo, aquel que hizo disfrutar a Ohio de sus primeras Finales NBA, volvía a casa siendo un jugador más inteligente, más físico, más líder y con un mayor número de recursos en ambos lados de la pista. Un jugador más completo. Un niño convertido en hombre. Un novato convertido en el mejor jugador del mundo.

Con la llegada de Kevin Love, y los fichajes a lo largo de la temporada de Mozgov, Shumpert y JR Smith, parecían espantarse los fantasmas de ver a un LeBron James solo ante el peligro, tal y como ocurrió en aquellas Finales del 2007, en las que unos rocosos San Antonio Spurs barrieron de la pista (4-0) a unos inexpertos y blandos Cavs. Sin embargo, como si una maldición persiguiera deportivamente a Cleveland, empezaron a llegar los infortunios en forma de lesiones.

Tras la caída en temporada regular de Anderson Varejao, insustituible referente interior, la llegada de los playoffs trajeron el desastre definitivo. Cuando más integrado se encontraba en el sistema, Kevin Love tuvo que decir adiós a la temporada por una lesión en el hombro. Parecía que nada podía ir a peor pero fue entonces cuando Kyrie Irving, con problemas en la rodilla, tenía que pasar por el quirófano y poner punto final a su primera postemporada. Por increíble que pareciera, la historia volvía a repetirse ocho años después: LeBron contra el mundo. Un jugador contra un equipo.

Por si esta desgracia en forma de lesiones no fuera suficiente, Cleveland se vería las caras en Las Finales con el mejor equipo de la temporada y uno de los mejores de la historia: los Golden State Warriors de Stephen Curry, Klay Thompson y Steve Kerr. La posibilidad de éxito de Bron y los suyos se antojaba imposible. No sólo se apostaba por una victoria rival sino que se esperaba un paseo de la franquicia de La Bahía, emulando así aquel fatídico 2007. Pero fue entones cuando apareció un extraterrestre LeBron James para regalarnos unas Finales competidas, noquear contra las cuerdas a los Warriors y hacernos dudar de si realmente es humano.

A pesar de poner un 2-1 favorable en la serie, el alero de Akron no encontró la más mínima ayuda de sus compañeros en los partidos sucesivos y vio como una de las actuaciones más grandes de todos los tiempos no pudo culminarse con una victoria. Ni el cansancio ni la soledad impideron que James se vaciara sobre la pista buscando un imposible. Cada triple, mate o penetración del 23, suponían una nueva página de gloria. Mientras LeBron luchaba por el anillo, el capítulo sobre su histórica figura veía engrosado su tamaño, mejorado su contenido y dignificada su relevancia.

LeBron James dominó Las Finales de principio a fin. Sosteniendo el 44% del peso ofensivo de su equipo durante los tres primeros partidos (40.8% de media en toda la serie), la figura del 23 se agrandó como sólo Michael Jordan había conseguido antes. Su media de 57.7 en puntos más asistencias han supuesto el mejor registro de todos los tiempos en ese apartado. Su liderazgo en puntos, rebotes y asistencias en unas Finales no se había producido nunca antes. Datos que hablan de la dimensión de este jugador. Barbaridades estadísticas que, sin embargo, no se vieron traducidas en la gloria final que una exhibición de tal calibre merecía.

Se ha consumado la cuarta derrota en unas Finales NBA de LeBron sí, pero la lucha, la reivindación contra la adversidad, el liderazgo y la exhibición completa de El Rey en esta caída contra Golden State ya están escritas con letras de oro en la historia de la NBA.

La de este año es una derrota que ha hecho más por la eternidad de LeBron que cualquier anillo ya ganado o aún por ganar. Un jugador de esta dimensión no necesita de más títulos para probar que es uno de los más grandes de la historia. Su legado es eterno y, mientras sigue firmando exhibiciones una noche tras otra, El Olimpo ya le ha abierto las puertas, guardándole un sitio de honor a la derecha de Michael Jordan y la izquierda de Magic Johnson.