Sucedió un 26 de octubre. Cada pocos meses ocurre. España, Europa, el mundo y la vida se detienen y observan. Millones de personas rompen su rutina, inventan excusas, pierden oportunidades, eluden clase, trabajo, citas y ponen la vista sobre el centro nuclear del fútbol. El sábado 26 de octubre llevó por nombre Camp Nou. Semanas antes corre la tinta y la voz, semanas después aún no cesan de gotear textos y diversas opiniones. Sin embargo, toda la parafernalia que rodea al “clásico” no sería nada sin la magia. La magia reside en un rectángulo verde durante noventa minutos. El resto no sirve. Solamente noventa minutos en los que unos jóvenes enfrentados escenifican un ritual imprevisible.

Alexis Sánchez, chileno, compareció durante esos breves instantes, fugaces, que parecen querer escapar a la retina. En un lado del campo estaba Messi, cuatro veces ganador del Balón de Oro. Durante años, solamente hubo un jugador capaz de disputarle el título y éste se encontraba en la otra mitad del campo. Tenemos que sumar la nueva constelación, el gambeteo intrínseco de un escurridizo adulto con ojos de niño, que sonríe e ilumina como hizo su compatriota Ronaldinho. Neymar ha aterrizado en Barcelona y ha provocado una onda expansiva. Enfrente, Gareth Bale, de una tierra galesa que no acostumbra a mover el balón con los pies, es el contrapeso blanco a la incorporación culé. Entre semejantes entidades, un chileno pidió la palabra.

El risueño de Sao Paulo había estampado su firma y el conjunto blaugrana dominaba en marcador y juego. Tras el descanso, el equilibrio de poder se tambalea y el equipo huésped toma el mando. Alexis Sánchez se inquieta en el banquillo. Llega el minuto 69 de partido y su técnico le concede una oportunidad. Un minuto después, el árbitro no señala penalti en un derribo dentro del área del Barcelona y todas las miradas apuntan al de negro. Dos minutos después, Benzema hace temblar el travesaño y con ello tiembla también el interior del estadio.

Cansado del protagonismo negro del colegiado y blanco del Real Madrid, Alexis Sánchez ve como Mascherano corta un balón en la zaga, lo prolonga Xavi de cabeza y recibe Neymar. Deja la mente en blanco y corre, libre, sin apenas mirar atrás. Su compañero entiende, asiente y le manda el esférico. El chileno mira delante, ve a Diego López y fija la portería entre ceja y ceja. De repente, nota una presencia a su lado, la zancada de Varane. Los centímetros del central parecen intimidarle y se frena. Varane se pone delante de él, último muro entre el delantero y el portero. En velocidad es difícil ganarle; forzar la falta, imposible. Marcelo se acerca desde la banda, a Alexis se le agota el tiempo. ¿Y si? Diego López mide 1,96. Pero el chileno, en el balcón del área, ha creado. Tiene una idea. ¿Y si? No hay otra opción. ¿Y si dibujo un puente que salve al portero, una parábola que deposite el balón en la red? Pensado y hecho. Con las matemáticas de un arquitecto, un beso despide el balón de la bota derecha del chileno y éste se alza, pareciera alcanzar el cielo, y luego baja, baja, baja…