Cuando Augusto Fernández llegó a Vigo hace tres años, no había muchas cosas que indicasen la dimensión que alcanzaría en el Celta. Un chico delgado y risueño, jugador de banda derecha con recorrido y buenos centros, aunque sin demasiado desborde. Le costó arrancar por la falta de pretemporada, pero terminó siendo uno de los mejores en la segunda vuelta, que acabaría con la agónica permanencia del 4%. Por aquel entonces, el de Pergamino apuntaba detalles de lo que es hoy: una fe inquebrantable en que se conseguiría la salvación y una cultura del esfuerzo innegociable.

Dos años después, aquel chico risueño ya tiene semblante de hombre, aquel extremo delgado es ahora el eje del equipo y aquellos optimistas mensajes sobre la salvación se han convertido en un discurso responsable y meditado, del que se sabe líder. Porque el Celta ha perdido a un capitán, pero ha ganado otro. El brazalete le ha sentado bien a Augusto. Madurez. El argentino ha dado un paso más esta temporada. Dentro y fuera del campo.

Tras un inicio titubeante por las lesiones, Augusto se afianzó en la segunda vuelta. Lo hizo como mediocentro, en una senda que inició el día del Córdoba en Balaídos con una exhibición. Imperial. A partir de ahí, volvió a salirse en Riazor y siguió cuajando grandes actuaciones hasta el final de temporada formando un tándem espectacular con Krohn-Dehli.

Precisamente la marcha del Vikingo hacía más urgente amarrar la continuidad de Augusto. El Celta también lo ha percibido así y le ha renovado tres temporadas más. El argentino acabaría su contrato en 2019, con 33 años y siete temporadas en el club. Todo para volverse símbolo.

Pero sin echar la mirada tan lejos, la renovación de Augusto significa solidificar unos cimientos sólidos de un proyecto que busca continuar creciendo en Primera División. Un soporte para los compañeros, un representante para la afición y un valor seguro para el entrenador. Líder en el vestuario, Emperador en el campo. Viga maestra.