Hay debates que no perecen, siquiera con el paso de las primaveras y la actuación de ese manto que es el tiempo que recubre la disyuntiva hasta quedar sumida en el olvido. Las cuestiones más complejas de abordar son las que obligan a tomar una posición extrema a la hora de argumentar una opinión, como si no fuera válido hacer uso del eclecticismo. Máxime en el fútbol, donde no existen las verdades absolutas y todo es discutible, negados los militantes a abandonar la trinchera hacia un punto de consenso, aún con la consciencia de estar defendiendo lo indefendible, así de necios somos. 

El técnico portugués se hizo hombre mientras ejercía de traductor de Robson  en el Camp Nou y alcanzó la notoriedad mediática justamente por sus irreverentes actos ante su exequipo

El tema Mourinho, cuestión de Estado, merece un referéndum que aún nadie le dio. Necesitamos saber si la etapa del técnico portugués en el Madrid fue un éxito cimentado en su propia arrogancia o fue el fracaso, a secas, de un arrogante. No pasará su equipo a los anales de la historia por practicar un fútbol primoroso, de esos que por su plasticidad queda adherido a la retina como un chicle en la suela de un zapato, aunque sí es cierto que se alcanzaron momentos de lucidez, vive la Liga de los récords de 2012, que se evaporaron de manera efímera. Los libros de historia, sin embargo, sí recogerán los tres años de Mou en el banquillo del Bernabéu. No sería descabellado considerar su estadía como la más decisiva y sonada en la historia reciente del Madrid y, sálvese Guardiola, en el fútbol español. Nadie fue más mediático, más odiado, más, más crucial, más discutido que él. Para comprender la magnitud de su impacto es preciso remontarse al momento de su contratación. Parafraseándole, preguntarse por qué.

Cómo empezó todo

En la idiosincrasia del Real, un club casado con el triunfo desde su nacimiento, no se entiende el fracaso reiterado. Y no se entiende porque, hasta hace muy poco, no se había vivido. Jamás. Ver al Barcelona imponer su tiranía año sí y año también era un contexto desconocido con el que el aficionado blanco, que siempre se jactó de que los complejos eran patrimonio de los catalanes, no sabía lidiar.

En 2009, año del primer triplete del equipo de Pep Guardiola, era recurrente ver en las portadas expresiones tales como Villarato, un especie de conspiración judeo masónica que tenía como perverso fundamento jeringar sistemáticamente al Madrid en aras del Barça, que cómo iba a ganar por sus propios medios. Ese verano, en plena borrachera de éxito azulgrana, regresó a la presidencia Florentino Pérez, magnate de la construcción y propietario de galaxias. El regreso del poder crematístico a Chamartín era el antídoto a tanto pelotero. Pero no. El líder de ACS trajo bajo el brazo a Karim Benzema, por 40 millones de euros; al brasileño Kaká, balón de oro en 2007, por 65; a Albiol, central del Valencia, que costó 15 kilos; a Arbeloa, por 10; y a Cristiano Ronaldo, joya del proyecto, por 100. Aunque conviene matizar que el fichaje de este último fue acometido por la junta de Ramón Calderón.

El nuevo entrenador, el comedido Manuel Pellegrini, avalado por el director deportivo, Valdano, no compartía ideología con la nueva directiva, saliendo eyectado del cargo en apenas 10 meses. Quién sabe si la falta de glamour, como le sucedió a Vicente Del Bosque, fue el detonante. No ganó nada, pese a los 99 puntos que cosechó en Liga, y era sencillo apartarle de la butaca. Entonces se decidió perpetrar la contratación de un míster de la cuerda de los dirigentes. El único hombre que había sido capaz de neutralizar al Barça de Messi, con el Inter en la semifinales de Champions. Mourinho era la única némesis posibles. 

El técnico portugués se hizo hombre mientras ejercía de traductor de Robson  en el Camp Nou y alcanzó la notoriedad mediática justamente por sus irreverentes actuaciones ante su exequipo cuando se le cruzó como entrenador blue. Una de las más sonadas, tras el Chelsea-Barça de Champions en 2006, acerca de un joven Leo Messi que fue objeto de un entrada severa del lateral Del Horno, expulsado del partido. "Messi hizo teatro del bueno", comentó en rueda de prensa.

El año anterior también tuvo fricciones con Frank Rijkaard, con quien se enzarzó por una excedente de efusividad en la celebración del entonces míster del Chelsea. La última refriega la mantuvo con Víctor Valdés, que le tomó de la pechera cuando el portugués cabalgaba con el índice erguido tras apear a los culés con el Inter. Y, en el deporte, nada une más que un enemigo común. Florentino quedó seducido por un entrenador que estaba en las antípodas de un Barcelona al que además le negó la final de Copa de Europa en el Bernabéu y cuyo decálogo de máximas albergaba muchas similitudes; de hecho, fue el presidente el único con el que no colisionó durante sus tres años al frente del navío madridista.

El 5-0, origen del conflicto

El Madrid llegaba líder por un punto al duelo en el Camp Nou, el cual afrontaba con la intención de sacudirse los contundentes varapalos que había recibido por parte del eterno rival durante las dos últimas temporadas. Lejos quedaba el pasillo con el que los jugadores azulgrana agasajaron a los entonces pupilos de Schuster en 2008, coincidiendo con la última conquista blanca. El paisaje, colorido y halagüeño, se tornó grisáceo una vez se hubo puesto en juego la pelota. De ello se encargó Xavi elevando sobre Casillas un envío entre líneas de Iniesta. Marcó más distancia Pedro. Le dio profundidad a la herida Villa, que anotó dos goles idénticos con Messi ejerciendo de centinela. Y Jeffren mandó al equipo de Mourinho a la planta de urgencia. Antes de acabar, Ramos casi le arranca de cuajo la pierna Messi, y fue expulsado previo empujón a Puyol. Un 5-0 tan rotundo como fidedigno con cómo se había desarrollado el juego. "Es una derrota fácil de digerir", dijo Mou una vez concluido el espectáculo.

El partido, aparte de subrayar la fehaciente superioridad del Barcelona, dejó entrever las primeras desavenencias serias entre ambos equipos: a la expulsión de Ramos había que sumarle el empujón de Ronaldo a Guardiola en un saque de banda, todo condimentado por la mano al aire de Piqué cuando su equipo anotó el quinto tanto. La afición quedó convencida de que por la vía civil detener la hemorragía de títulos culé era un propósito utóptico, lo que utilizó el entrenador para aplicar la soflama que portaría hasta que fue destituido en 2013: saltarse los códigos, las leyes no escritas del fútbol, con la inferioridad como motor y pretexto. Un cambio de mentalidad drástico, violento, zafio y a la vez aceptado por la masa social, que prescindió de las formas y se afilió al mourinhismo, grupo al que pertenecen sus adeptos. Estás conmigo o estás contra mí. 

El tema Mourinho, cuestión de Estado, merece un referéndum que aún nadie le dio

El litigio entre Madrid y Barcelona, que trascendía lo deportivo, alcanzó su apogeo en la concatenación de cuatro clásicos que brindó el calendario entre abril y mayo de 2011. El primero, en Liga, se saldó con un empate 1-1 en el Santiago Bernabéu, con goles de Messi y Cristiano desde el punto de penalti. El central Albiol acabó expulsado por doble amarilla, circunstancia a la que Mourinho se refirió con tono sarcástico en rueda de prensa. "Me gustaría acabar con 11 algún partido contra ellos". En la final de Copa, el 20 de abril, el índice de violencia sufrió un incremento exponencial. La nueva demarcación de Pepe en el mediocentro, su reguero de coces y acciones censurables como el pisotón de Arbeloa a Villa sin balón aumentaron el olor a quemado. Cristiano decidió el encuentro con un formidable testarazo en el tiempo de prolognación, poniendo fin a casi tres años sin conquistas. 

 Consciente del grotesco comportamiento de ambos bandos durante el último año, le pegó un toque a Xavi para enmendar la situación. Desde ese día, dejaría de ser Iker para convertirse en Topor, filtrador y enemigo nacional 

¿Por qué?

La disyuntiva más sonada de la historia del deporte. El día anterior a la ida de las semifinales de Champions, Guardiola, incapaz de disimular su hastío, tildó a su homólogo portugués de ser "el puto jefe, el puto amo", afirmando que le daría "su Champions particular fuera del campo". Mostrando la erosión de su moral, el entrenador catalán le otorgó a Mourinho su segundo trofeo. El duelo psicológico tan bestial que se había librado durante los 8 meses anteriores, cargados de diatribas y descalificaciones del madridista ante las que Pep mostraba cierta indiferencia, habían cumplido su propósito: destrozar su mentón, que parecía de hierro. La expulsión de Pepe, cuyos tacos fueron a parar de forma abrupta a la tibia de Alves, trajo consigo la del míster del Madrid, que no pudo evitar aplaudir con sorna la decisión de Stark. Messi, con una volea a pase de Afellay y un eslalon delicioso sobre la bocina decantó el duelo pugilístico. Mou, ajeno a la exhibición del argentino, elucubró (de nuevo) a gusto. "¿Por qué? ¿Por qué Obrevo, De Beckleere, Bussaca o Stark? ¿Por la publicidad de Unicef?", reflexionaba en voz alta, asegurando desde su pedestal moral que le "daría vergüenza ganar una Champions así". Los jugadores blancos constatarían en bloque su mourinhismo una semana más tarde.

José, sancionado, decidió ver el encuentro de vuelta en el hotel de Barcelona, a refugio del diluvio (universal) que azotaba a la ciudad condal aquel 3 de mayo. La polémica, qué novedad, hizo de nuevo acto de presencia. De Beckleere, en la lista negra del técnico, anuló un gol a Ronaldo por una secuencia de caídas al estilo dominó: Busquets zancadilleó a Higuaín, e Higuaín cayó sobre Mascherano que a su vez quedó tendido sobre el pasto húmedo, señalando el ínclito falta del Pipita. Pedro adelantó al Barça y Marcelo puso las tablas mientras el Camp Nou invitaba al ausente a irse al teatro. A la rueda de prensa acudió Karanka, dando comienzo a otra era paralela: el karankismo. En el aeropuerto, una reguero de madridista movieron los dedos cual acordeón simbolizando el hurto del que habían sido víctimas, en sintonía con la opinión de su pastor. 

Aquel travieso dedo

Un hombre bigotudo, trabajador del Barcelona, aparcó sin quererlo ni beberlo su anonimato una noche de verano gracias a su ojo avizor y su habiilidad para quedar encuadrado en una posición idónea en la instantánea. A la vuelta de la Supercopa de España en el Camp Nou se llegaba con todo por decidir, tras el empate a dos goles en el Bernabéu, dejando para el recuerdo un precioso escuadrazo de Villa. 2-2 era el resultado hasta el minuto 84, cuando Messi (again) conectó una volea a pase del recién estrenado Fábregas. La deshonra de perder ante el Barça, sin embargo, se podía soterrar con la enésima ocurrencia dorada de Mourinho, que no era otra que instar a Marcelo a hincarle los tacos a Cesc junto a la zona técnica; y posteriormente, en medio de la maraña de muchachos enfurecidos, acercarse a tientas a Tito Vilanova e introducirle con alevosía el dedo en el ojo. Cargado de impostura, aseguró no saber "quién es Pito Vilanova" en la sala donde era el puto amo. Su dedo guiaba hasta Casillas, adalid de los valores nobles del madridismo, quien espetó motivado por la perorata de su guía que "los jugadores del Barça se han tirado, como siempre". Abducido por el fanatismo, rompiéndose la camisa, defendiendo una causa incongruente. Consciente de su error, pidió disculpas. Y consciente del grotesco comportamiento de ambos bandos durante el último año, le pegó un toque a Xavi para enmendar la situación. Desde ese día, dejaría de ser Iker para convertirse en Topor, filtrador y enemigo nacional. 

En diciembre, el Barça volvió a tomar el feudo blanco (1-3). Y en enero, en Copa, Abidal y Puyol conquistarían territorio comanche por tercera vez en un año. La vuelta de esa eliminatoria marcaría un punto crucial. El 2-0 al descanso dejaba la eliminatoria sentenciada para los blaugrana, pero el Madrid, como ya sucedió en la Champions, se desmelenó cuando todo parecía estar perdido y empleó la noble herramienta del buen fútbol para poner las tablas y, casi, acceder a la siguiente fase. En Liga, por primera vez desde 2007, los tres puntos se irían a la capital. La meritoria remontada urdida por los muchachos de Guardiola, que pasaron de 12 a 4 puntos de distancia, se topó con Cristiano, quien anstesió al Camp Nou con un tanto que le daba la primera (y única) Liga al Madrid de Mou, con 100 puntos y 121 goles en su casillero.

No queda un palo ignífugo: nunca se apagarán las antorchas.