¿Qué es el destino? ¿Y la fortuna? Palabras efímeras que resuenan en la cabeza, que laten dentro de uno, convirtiéndose en eso, significados que todo hombre quisiera poder conocer. En la noche de ayer, acercándose el desenlace, ambos fueron esquivos, alejados de todo final feliz. Todo aficionado quiere celebrar victorias de su equipo, más si con ellas está relacionado un sentimiento por esos colores. Algo que se vio en Mestalla, con una hinchada con las gargantas en alto, las banderas al viento y sus voces como estandarte. Arengas continuas que se tornaron en lágrimas, como un copo de nieve se deshace al llegar al suelo en su lenta caída desde las alturas.

Tan dura fue la caída, como contundente el cabezazo de M’Bia, llegado desde una tierra lejana hasta el área, aparecido por sorpresa desde la espesura, sin oposición para convertirse en el rey de la noche. Desde los cielos del Olimpo, hasta el tártaro del inframundo, una caída veloz hasta los infiernos, experimentó el Valencia. 94 minutos de sonata dulce y sinfónica, combinada con un estruendoso final que no dejó oído libre de tal oscuro sonido.

Sentimiento tocado y hundido, mal hecho de nuevo, pasado triste convertido en pesadilla presente. Imposible realizar un retrato de los rostros vistos en las gradas, radiantes y sonrientes al principio, y apesadumbrados al final. 49.000 almas hechas añicos, en menos de cuatro segundos, lo justo y necesario, para derrotar a toda una ciudad. Valencia cayó, conquistada por Sevilla; pues la batalla terminó con el conjunto ché como triste ganador, ya que la guerra había sido perdida. La victoria más amarga jamás contada a una afición que, ‘caprichos del destino’, vuelve a experimentar algo ya conocido: la más tediosa y cruel realidad, la más dura derrota.

El marcador reflejó 3-1, pero sobre el césped solo se vieron once jugadores derrotados, encallados en la desazón de haber estado tan cerca, y haber quedado tan lejos, de haber luchado sin descanso para perderlo todo en el último suspiro. Un viaje a Turín que se truncó cuando las maletas ya estaban subidas al avión, el piloto arrancando y los pasajeros acomodándose. Un minuto, sesenta segundos, de la gloria de una final, que finalmente dejan la crueldad del fútbol en el aire.

Porque en el fútbol, la justicia poco tiene que hacer. Porque en Milán, Linke lo quiso meter, y Pellegrino no lo pudo lograr; porque Squillaci la pudo empujar, y Zigic no llegó a impactar. Injusto o justo, M’Bia si marcó y Alves no salvó, clasificando al Sevilla para la final, y tumbando a un Valencia que peleó con corazón.

¿Y ahora qué? Se preguntarán los aficionados ché. Pues la respuesta es sencilla; tanto peleó el Valencia para empatar, tanto peleó el Valencia para volver a marcar, como peleará por regresar. Porque el conjunto blanquinegro nunca se va del todo, siempre permanece ahí, recostado sobre la cima futbolística, más presente o más escondido, pero cercano a ella. Afición y Club lo llevan en la sangre, es su ADN, es su manera de vivir, y por muy larga que sea la espera, regresará, como así lo hizo tras derramar lágrimas en Paris y Milán, para volver a alzar los brazos y celebrar.

Los rostros ahora muestran lágrimas de tristeza, pero muy pronto lo harán de felicidad. Donde hay sentimiento, hay pasión. Donde hay una derrota, se esconde una victoria. Pronto, muy pronto, los sueños, volverán a ser realidad.