Fútbol inglés y fútbol alemán son mundos de características parecidas. La idiosincrasia del balompié en el Reino Unido se definió durante muchos años en, entre otras cosas, la ovación a ese futbolista que, totalmente embarrado, recupera un balón a ras de suelo, abre a banda y marcha a cargar el área en busca del remate. En Alemania son menos románticos que en las islas, pero, hasta la aparición de la nueva generación, representada por talentos como Özil o Götze, el deporte rey era reflejo de efectividad, seriedad, potencia y fuerza física. Tres interiores de perfil 'box-to-box' se convirtieron en gigantes europeos durante los primeros años de este siglo. 

Michael fue el eterno subcampeón. Ballack era una bestia privilegiada para el fútbol. Aunaba golpeo de balón, poderío físico, un disparo que rompía redes y, sobre todo, llegada al área y gol, mucho gol. El Bayer Neverkusen fue su equipo, el conjunto que lo definía. Un cuadro que, con Ballack como líder, partió Europa a base de físico, choques, balones al área, remates e incorporaciones desde el centro del campo. También mostró el gran defecto histórico del alemán: parecía no haber nacido para ganar. Michael dominaba la élite, pero llegado el momento decisivo, por diferentes motivos, la imagen de Ballack recogiendo el premio al subcampeón y lamentándose de la derrota se repetía, como en aquel fatídico año 2002 donde se le escaparon la final de la Champions, la final del Mundial (no pudo jugarla por sanción) y la de la Copa alemana. Y, pese a eso, ganó mucho en Munich y Londres.

0-3 en el marcador tras una primera parte muy adversa. Steven corría, animaba a los que veía decaídos, se jugaba el tipo en cada balón. Gerrard dejó pasar innumerables oportunidades de ganar más títulos porque su pasión por el Liverpool se lo impedía. Santo y seña de su equipo, antes aficionado que estrella, el eterno '8' es el alma de Anfield. Su partido más memorable traspasa los aspectos meramente deportivos para colarse en el terreno de lo emocional. Solo alguien con una ascendencia enorme sobre los suyos, una personalidad extremadamente férrea y un estatus de futura leyenda puede erigirse como líder de un episodio tan glorioso como dificultoso, superando todo tipo de inconvenientes para acabar levantando el más preciado de los trofeos. Más allá de su esfuerzo, su recorrido y sus goles, Gerrard fue, es y será aquel centrocampista que alentaba a sus compañeros, gritaba y luchaba en Estambul, aquel que llevó a los suyos a una de las gestas más increíbles de la historia del deporte en la noche que lo define como persona, futbolista y mito.

En el instante en que el balón lanzado por Drogba tocó la red en Munich, Frank exhaló un suspiro de liberación. Cuando parecía que se estaba yendo, consiguió el único objetivo que le quedaba, la copa cuya ausencia en su vitrina le atormentaba. Lampard venció a su destino, un destino que le apartó del objetivo por el que él se había encargado de luchar, del que solo le separó un inoportuno resbalón de Terry en el momento que más cerca estuvo. Petr, John, Ashley, Frank y Didier, columna vertebral de una generación que, en un ejercicio de justicia romántica y poética, recibió lo que el fútbol les había quitado en su plenitud. Poco después se establecería como máximo goleador de la historia del Chelsea gracias a su capacidad de llegada al área y acierto en la definición, virtudes que ha disfrutado un club del que ya es uno de los mayores protagonistas de su historia.