Solo son futbolistas. No forman parte del gobierno, no son políticos. No son intelectuales, no son científicos. Tampoco doctores. Ni diplomáticos, ni mandatarios, ni gurús de la autoayuda. Solo son unos chicos que se prepararon para correr detrás de una pelota. Unos muchachos, mayoritariamente salidos de la pobreza, que soñaron con ponerse la camiseta amarilla en el evento deportivo más importante del mundo. Unos chavales a los que no prepararon para salvar a un país, ni para aguantar persecuciones, ni para preparar pócimas mágicas que eliminen las injusticias y traigan la felicidad para 200 millones de personas.
Solo son futbolistas. Brasileños que quieren a su país. Que ven a sus paisanos como son despojados poco a poco de sus libertades, precisamente por culpa de la institución que rige el deporte que ellos practican. Tan son jóvenes temerosos de que una derrota suya desemboque en altercados y revueltas que se salden con personas heridas. Quizá algo peor. Deportistas que solo hacen leer, ver, escuchar, que son los únicos que pueden evitar un conflicto a gran escala en las calles de su Brasil, ganando la Copa del Mundo. La Seleçao tiene más miedo a perder que ilusión por ganar. Solo así se justifican las lágrimas continuas, la fragilidad emocional, la sensación de quitarse un peso de encima en cada victoria, como quedó patente después de los penaltis contra Chile o de los cuartos de final contra Colombia.
La Seleçao tiene más miedo a perder que ilusión por ganar
Solo son futbolistas. Serán mejores, serán peores. Solo intentan jugar sacando lo mejor de sí mismos. Jugadores que han generado una corriente de odio a nivel internacional difícilmente entendible. Una persecución inexplicable. Sin argumentos sólidos. Sin razones reales. Muchachos acusados de tener comprado el torneo, de haber protagonizado atracos arbitrales que solo residen en la imaginación de muchos. Cuando los trencillas se equivocan con cualquiera: “Es un error”, “no dan el nivel”, etc. Cuando fallan con Brasil: “Es un robo”, "esto está comprado”. Lo más incomprensible es que el único error grave a favor de la Canarinha se dio en el primer partido contra Croacia, en el penalti de Fred que no fue. El árbitro que lo señaló, Nishimura, ya no está en la Copa. Más llamativas son estas acusaciones cuando la acción en la que Zúñiga le rompió la espalda a Neymar ni siquiera fue falta. Una campaña que roza lo esperpéntico. Alejada de cualquier tipo de objetividad o ecuanimidad y que solo puede ser explicada desde la envidia hacia la selección más grande de la historia.
Solo son futbolistas. Están ante el penúltimo paso hacia su liberación. Hacia el cumplimiento de una responsabilidad demasiado grande, demasiada injusta para un deportista. Ante su responsabilidad. Cada rueda de prensa, cada entrevista. "Ganar" es la palabra más repetida. Sabiendo que no son, ni de lejos, el mejor Brasil de la historia. Sabiendo que hay equipos más fuertes que el suyo. Sabiendo que el mundo está en su contra. Pero con la conciencia del enorme peso que soportan. Lo afrontarán sin su estrella, sin su capitán y ante una superpotencia futbolística. Y lo harán sin excusas. Porque juegue como juegue, con quién juegue o contra quién juegue, Brasil siempre es favorito. Es el peso de la grandeza. Para ese sí que se han preparado. Para salvar el país en lugar de los políticos, para soportar persecuciones injustificadas o para convertirse en máquinas de felicidad de 200 millones de personas, están recibiendo un curso acelerado en esta Copa del Mundo. A pesar de que solo sean futbolistas.