El deportivismo entero se sorprendió al ganar al todopoderoso Valencia de Nuno Espirito Santo. Tres tantos en Riazor para someter al conjunto revelación del comienzo de Liga y poner así punto y aparte a la funesta situación del Deportivo. Los de Víctor Fernández lo estaban pasando mal en su nueva travesía por la Primera División y, visto lo visto, todo indicaba que iban a naufragar un año más. Pasar por encima del Valencia debía de ser la primera piedra para enfilar un camino sin paradas hasta la salvación. Pese a eso, el Espanyol no iba a dejar que el Deportivo tuviera un camino de rosas. La irregularidad jornada tras jornada debía de romperse cuanto antes a base de un fútbol cada vez más vistoso.

Algo que se ha visto en el nuevo Espanyol de Sergio González ha sido el oportunismo, casi siempre con Sergio García como protagonista. El del Bon Pastor no se recuperó de su lesión y Stuani, el inesperado pichichi periquito,  ocupó su puesto en la parcela ofensiva escudado por Montañés y Lucas Vázquez. Aunque sin duda lo más sorprendente fue la titularidad del inédito Álex Fernández. El madrileño debía de haber dado un paso al frente en los entrenamientos para que Sergio González, que le había apremiado a ser más intenso si no quería marcharse cedido, lo incluyera en el once inicial.

Monólogo blanquiazul

El conjunto blanquiazul comenzó el partido presionando arriba con mucha intensidad, algo que siempre acaba pasando factura con el paso de los minutos. Los deportivistas se topaban de pronto con dos espanyolistas dispuestos a poner la pierna sin dudarlo, por lo que los gallegos estaban forzados a jugar rápido y con un alto porcentaje de fallo.

Los periquitos ejercían de malos anfitriones: no dejaban que su invitado tocara el balón durante 30 segundos seguidos. El dominio del Espanyol era total y, como no puede ser de otra forma, cuando esto pasa comienza un carrusel de faltas. La más peligrosa la tuvo Lucas Vázquez, que no se apiadó de sus paisanos y tiro con ponzoña para que Fabricio se estirara y desviara el balón cuando parecía que iba a entrar.

El desbarajuste defensivo del Deportivo era tal que Víctor Sánchez recibía balones largos y Colotto era otro rematador más en los centros periquitos. El propio argentino, ante la pasividad de los defensores gallegos, paró el esférico con el pecho y en una perfecta sintonía con la caída del balón se precipitó hacia atrás para hacer esa chilena que siempre intentaba Osvaldo en sus años como espanyolista. Colotto tuvo más suerte que el killer del Inter ya que al menos consiguió conectar su acrobático remate.

El Deportivo matagigantes parecía haberse quedado en A Coruña y que su alter ego más tímido e inoperante había viajado a Barcelona. No se podía hacer nada contra los dos estiletes periquitos. Vázquez y Montañés trajeron de cabeza al Deportivo y el ex zaragocista pudo abrir la lata. Fintó por aquí y se fue por el otro lado, alzó la cabeza para ponerla al segundo palo con rosca y sorprendió con un tiro al primer palo para que Fabricio se luciera. Al rechace estaba Víctor Sánchez que intentó otra chilena pero con el mismo resultado que Osvaldo. El sumun llegó con Montañés. El castellonense veía que el Deportivo no presionaba y dejaba espacios por lo que intentó pasar entre tres defensores conduciendo el balón. Eso sí que no lo iban a permitir los zagueros deportivistas.

La defensa se puso dura y si los espanyolistas querían marcar y encima regodearse en su juego iban a tener que sudar algo más. La cogió Lucas Vázquez y directamente suelo sin que pudiera arrancar.  El mismo destino iban a correr los demás jugadores espanyolistas. Cañas solamente tuvo que tocar el balón con el pecho para recibir una falta que podía ser provechosa para el Espanyol; aunque Víctor Sánchez se encargó de demostrar que nunca más se le debe de dejar tirar alguna falta.

Pese a tener una clara línea de cinco defensores el Espanyol jugaba solamente. El único enemigo del Espanyol era él mismo. Sin posición alguna Lucas Vázquez pudo romper la portería pero el balón no quería entrar. Habían pasado 45 minutos e increíblemente el Deportivo no había encajado gol.

Fabricio, antídoto contra el Espanyol

La segunda parte comenzó con el mismo guion con el que se desarrolló la primera. Los 22 jugadores metidos en el campo del Deportivo a la espera de lo inevitable. Tras dos tarjetas amarillas que aparecieron sin explicación coherente Medunjanin ejecutó un tiro libre que sirvió para poner en alerta a un Casilla poco habituado a no tener trabajo.

El Deportivo acusaba un mal que lo iba a perseguir durante todo el partido. La incalificable falta de concentración deportivista se hizo carne cuando un balón totalmente controlado que llegaba botando al portero fue buscado por un defensor indeciso. Entre el darle o no darle, entre el “vas tú” y el “voy yo” llegó Stuani para sacar petróleo, aunque finalmente sacó una especie de sucedáneo barato que de nada sirvió al Espanyol.

Los periquitos estaban volcados. El partido no se podía escapar. Si lo hacía sería un pecado de los grandes. Sin perdón alguno. Lucas Vázquez siguió probando a Fabricio, Cañas nivelando el juego y el resto complementándolos. Pese a estas dos individualidades, cada una en su tarea, el Espanyol era un bloque.

Si algún jugador del Deportivo tenía que salvarse de la quema fue Fabricio. El guardameta lo estaba salvando todo. Pasara lo que pasara se había ganado el sueldo. Desde lo más fácil hasta lo más difícil y si no que se lo digan a Caicedo. El ecuatoriano remató a bocajarro y Fabricio sacó una mano prodigiosa para impedir el gol periquito. Seguidamente le sacó otra con una salida de puños y si le pillaban a contrapié pues retrocedía un paso hacia atrás y se elevaba para palmear el balón. Sencillamente imbatible.

La propuesta paupérrima del Deportivo estaba surtiendo su efecto, por decirlo de alguna manera. No es que estuviera encerrado atrás y no dejara jugar; al contrario, el Espanyol jugaba – y de qué manera – pero Fabricio tenía el día y los atacantes espanyolistas la mira desviada.

El portero canario estaba impidiendo que el Espanyol hiciera un partido redondo. Las líneas espanyolistas estaban ya muy estiradas, a punto de romper por algún lado, y el gol se hacía de rogar. No había último esfuerzo que valiera. El destino del partido estaba escrito con letras imborrables.