Cuando se nace para viento, no hay razón para ser calmo. Deportes Tolima se traicionó a sí mismo para convertirse en actor secundario de una obra que debió protagonizar. En un momento vital se olvidó que ya no es equipo chico y jugó como el más temeroso. Ante ello, el desenlace de la historia no podía ser otro, y con más pena que gloria, el equipo de Ibagué deja atrás una campaña que debió terminar de diferente manera; tal vez eliminado, cómo pasó está noche, pero no humillado cómo sí sucedió.

En medio del dolor no es justo señalar culpables, pero hay que pensar con cabeza fría y entender que más allá del resultado hubo una cadena de errores digna de ser analizada; porque más que los golpes que forjan a un triunfador, está el entendimiento de las circunstancias que llevan a qué el este mismo surja.

En un partido con cuatro tiempos de juego, el Junior develó su estrategia después del primero de ellos: acortó su bloque sin arriesgarse más allá del tercer cuarto de cancha, poniendo a sus jugadores estelares en posición de sacrificio y con disposición de aprovechar posiciones fugaces cerca del arco contrario. El manejo del tiempo era crítico y por eso había que dejarlo pasar, recurriendo tanto al toque corto sin objetivo claro, como a la picardía de aprovechar infracciones para pasar más tiempo del necesario en la grama.

El Tolima no requería velocidad, sino calma para construir en cada centímetro, irse acercando con decisión y utilizar su arsenal para diversificar el ataque. En los primeros minutos, hubo presión alta, rapidez mental, toque rápido de balón, e incluso, media distancia. Entonces el tiburón con jugadores más experimentados comprendió que el partido no debía hacerse tan atrás y que era necesario el despliegue hacia adelante sin dejar alargar el bloque. No había que buscar el gol, sino mantener alejado al rival. Al fin y al cabo, era nada más dar un toque sobre la marcha a la estrategia ya planteada, así que no fue complejo ejecutar la nueva disposición.

En medio del desconcierto y sin poder asimilar que el fútbol es dinámico, que las situaciones cambian una y otra vez, y que el estado mental es fundamental, el Tolima empezó a caer en el desespero cuando ni siquiera mediaba la primera parte, y en una jugada sin peligro al minuto 32, Leivyn Balanta arriesgó de más cuando tampoco era necesario, para dejar al Tolima con un hombre menos.

Si hubiera sido un partido sin trascendencia, el cambio hubiera estado bien hecho, pero sustituir a Estupiñán por Marulanda solo podía alejar el gol que tanto se necesitaba y puso al Junior en posición de descanso, porque lo que menos les interesaba era atacar, y en cambio sí les preocupaba ser atacados. La circunstancia pedía matar o morir, pero jamás esperar a ver qué podía pasar.

El segundo tiempo nos recordó que el fútbol sobre todo es un juego de equipo y que un jugador que se bate en soledad contra una defensa bien sincronizada, no tiene ningún futuro. (Los tiempos épicos se los dejamos al único, al más grande de todos los tiempos; al Diego, quien con diez detrás de él, fue capaz de humillar a Bélgica, Inglaterra y Alemania, en la gesta más grande que haya visto este deporte que tanto amamos). Cada avance hacia adelante fue un ataque descerebrado, ingenuo, sin pies ni cabeza. El Tolima quería hacer un gol pensando en defenderse y el Junior entendió este sin sentido aprovechando para irse más adelante. Llegó un penalti, que pudo ser pitado o no. Ya no tenía ni siquiera importancia que el Junior hiciera un gol. La suerte desde el minuto 45 en Barranquilla estaba echada y ni Torres ni su once hicieron nada por cambiarla.

En conclusión, el Junior mereció avanzar. La experiencia y la disciplina lo llevaron a superar ampliamente al equipo de Ibagué. Sus jugadores saben interpretar los momentos del juego y toman las decisiones adecuadas. Él técnico Perea sabe mover sus fichas e incluso, puso a su favor la cancha de Techo para desplegar a su equipo en defensa y ataque. El Junior supo cuando ir hacia adelante y cuándo y dónde plantarse en el momento del repliegue. Será un equipo de cuidado; que no juega bonito, pero que empieza a plantear la cuestión necesaria para nuestro entorno de si seguimos anteponiendo el virtuosismo sobre la modernidad, donde nos empezamos a quedar atrás por querer ser fieles a un anacronismo en vez de ponernos a la par del contexto mundial.