Como hijo de Eolo, a Frederick Carlton Lewis la historia, el tiempo y el viento le situaron en el selecto grupo de mejores atletas de todos los tiempos. Entre 1981 y 1991, nadie atravesó la barrera física de la leyenda a mayor velocidad que él y, aquel que lo consiguió fue cazado recurriendo a sustancias dopantes. Sus padres dirigían un club local de atletismo que se convirtió en el túnel del viento para las aerodinámicas líneas físicas de un pequeño que también tuvo inquietudes artísticas. Carl cursó ballet y estudió música, pero acabó desarrollando el don que el Dios del viento había depositado en su genética de atleta. La genética de la familia Lewis, la de su madre, Evelyn, que compitió en Helsinki 1952 en 80 metros vallas, su hermano Cleve, que jugó al fútbol, su otro hermano Mackie, récord de Alabama en 200 yardas, y su hermana Carol, saltadora de longitud. Todos deportistas, pero ninguno como Carl, que desde aquellos trece años en los que comenzó volar, creció portentosamente subido en la vehemente y afilada lengua ventosa de su huracanada leyenda.

Nacido un 1 de julio de 1961 en Birmingham (Alabama) EE. UU., una niñez repleta de sacrificios y pequeñas competencias consigo mismo, le llevaron a saltar cada vez más para conseguir la preciada beca de estudios en la Universidad de Houston. Y es que Carl Lewis, tal y como marcan sus inicios en el atletismo, siempre se consideró a sí mismo como un saltador de longitud, cuya técnica de tres y medio marcó la perfección de la modalidad. Siempre sintió mayor atracción y seguridad en el salto que en la carrera, en la que acabó consolidando su condición de auténtico mito del atletismo, deporte en el que marcó un antes y un después a su llegada. Para Lewis la velocidad era una disciplina extra, Carl siempre tuvo como referente e ídolo de infancia a Jesse Owens, hijo también del viento y Alabama, al que tuvo la oportunidad de conocer y que como él consiguió la hazaña de colgarse a su cuello cuatro medallas de oro en unas Olimpiadas.

Carl siempre tuvo como referente e ídolo de infancia a Jesse Owens, hijo también del viento y Alabama

Permaneció fiel a un mismo entrenador y equipo de trabajo durante toda su carrera, concretamente a Tom Tellez, gurú y maestro de la alta velocidad. Aquel que se hizo cargo de su evolución en la Universidad de Houston y pudo atisbar en las cualidades potenciales de aquel chico, los ecos de Alabama, de Jesse Owens. Como dijo Kenneth Cooper, padre del aerobismo y director de una de las clínicas de medicina deportiva más importantes del mundo, Tom Tellez trabajó en aquellos brazos y manos absolutamente estirados que cortaban el aire como si fueran espadas, aquel levantamiento de las rodillas hasta límites casi inhumanos y aquella arremetida final casi imbatible.

Y bajo la batuta de Tellez en 1979, logró la 5ª mejor marca del mundo en salto de longitud, una marca que le valió la clasificación para los Juegos Olímpicos de 1980, pero el boicot de Estados Unidos a Moscú 80, escenificó la que constituyó una de las mayores frustraciones de su carrera. Afortunadamente el destino le tenía reservada una cita legendaria con el viento, pues en aquella primera mitad de la década de los ochenta comenzó a dominar de forma aplastante en las pruebas de salto y velocidad. En salto dejó para el recuerdo una marca récord de 8,62 metros, y en la prueba de 100 metros se convirtió en el hombre más rápido del planeta parando el crono en los 10,00 segundos. Cinco décadas después de que Jesse Owens sorprendiera al mundo en ambas disciplinas, un nuevo hijo de Eolo vistió de velocidad el estado de Alabama.

Su carrera atravesó las barreras mitológicas de la velocidad y el atletismo cual intenso susurro en el oído de aquellos rivales, que infructuosamente intentaron perseguir su estela.

La tierra batida del salto de longitud fue la alfombra sobre la que aterrizó su leyenda, estuvo diez años sin conocer la derrota en la cita modalidad con 66 victorias consecutivas y una media de 8.73. Su carrera atravesó las barreras mitológicas de la velocidad y el atletismo cual intenso susurro en el oído de aquellos rivales, que infructuosamente intentaron perseguir su estela. Carl fue la bufanda del viento, el espejo inaudito en los umbrales del vuelo en la década de los ochenta, en la que nadie fue mejor que él en los 100 metros.

En el Campeonato del Mundo de Helsinki de 1983 ganó la medalla de oro en 100 metros, 4x100 metros relevos y salto de longitud. Un año más tarde, en los JJOO de Los Ángeles, pulverizó marcas mundiales y olímpicas para colgar a su cuello cuatro medallas de oro en 100 metros, 200 metros, 4x100 metros relevos y salto de longitud. Aquel fue el primero de los cuatro Juegos Olímpicos en los que Lewis participó, desde Los Ángeles 84 hasta Atlanta 1996.

Primer hombre en bajar de los 9,90 en los cien metros, Lewis logró nueve medallas de oro olímpicas y una de plata. En 1987 el fallecimiento de Williams, su padre, constituyó uno de los más duros reveses de su vida. Cuentan que Lewis colocó la medalla de oro de Los Ángeles en la mano de su progenitor y prometió a su madre que lograría otra, aunque en aquel momento no imaginaba cómo la conseguiría.

“Si Lewis es el hijo del viento, yo soy el viento”

Para el recuerdo y la historia de los 100 metros lisos, competición reina del atletismo de velocidad, aquella carrera en Seúl 1988 ante un excelso Ben Johnson, que ya le había vencido en dos ocasiones anteriores. Recuerdo vívidamente aquel verano del 88 en el que Johnson, aquella mole de músculo y fibra nos impresionó a todos superando al hijo de Eolo. Recuerdo aquellas palabras retadoras del canadiense, que como si de un combate de boxeo se tratara dijo: “Si Lewis es el hijo del viento, yo soy el viento”

A las 13:00 sonó el disparo de largada, por el carril seis Johnson, por el cuatro, Lewis. Una carrera en la que el explosivo atleta canadiense paró el crono en 9.79 y arrebató el cetro olímpico y la medalla de oro a Lewis, que quedó clavado ante la insultante superioridad del canadiense. Y recuerdo que Ben Johnson, al igual que Lewis, poseía el don de un Dios, pero cual Sísifo, no hizo un buen uso de su talento haciendo trampa ante el Zeus del atletismo recurriendo a sustancias dopantes. Aquel fue un momento crucial para la historia del atletismo y la carrera de Lewis. El canadiense fue desposeído del oro, que fue a parar al cuello del atleta de Alabama, que como campeón olímpico, tras aquel suceso declaró que el valor de aquella medalla no residió en el hecho de haber ganado o perdido, sino en la seguridad de haber hecho lo correcto. En aquellos Juegos también se llevó el oro en salto de longitud y la plata en 200 metros.

Muchos creían entonces que Lewis había entrado en el declive de su carrera, y aunque en cierto modo fue así, nos tenía reservado aún uno de aquellos momentos de genio para la leyenda e historia del atletismo. Fue en agosto de 1991, en el Mundial de Japón disputado en Tokio, donde en los 100 metros lisos superó la plusmarca universal, atravesando la meta a los 9.86 segundos. Aquel fue otro de los instantes legendarios del atletismo, una apasionante final en la que con seis velocistas por debajo de los 10 segundos y Lewis con treinta años, venció a un emergente y talentoso atleta llamado Leroy Burrell. Para Carl la mejor carrera de su vida, por técnica y velocidad. Aquella fue su última victoria en los cien, pero Lewis eligió la forma más brillante de poner fin a su reinado, dejando para el recuerdo dos records del mundo más con el equipo estadounidense en los 4 x 100 m y el vuelo en longitud hacia los 8.87 m con los que se quedó a tan solo tres centimetros del legendario Bob Beamon.

El talento inagotable del atleta de Alabama parecía no tener techo, no tener fin, pero paulatinamente la edad y los sobresfuerzos físicos fueron pasándole factura en su rendimiento. Aun así participó en dos Olimpiadas más, en Barcelona 1992, donde ganó dos nuevas medallas de oro en relevos 4 x 100 m. y en salto de longitud. Y en Atlanta 96, donde al filo de la retirada, con 35 años y contra todo pronóstico, consiguió vencer de nuevo en la prueba de salto de longitud mostrando su tremenda categoría como saltador.

En 1997, el disparo de largada dejó de sonar para Carl Lewis, su técnica de tres y medio quedó para la leyenda, también su lucha por dignificar su profesión, por reclamar derechos para aquellos que llenaban estadios. Para la capacidad de asombro del ser humano legó sus mejores marcas: En 100 m: 9.86'' (1991), en 200 m: 19,75'' (1983), en salto de longitud: 8,87 m (1991) y en 4x100 metros relevos: 37,40'' (1992).

Y para la memoria del atleta, que es la memoria de los Juegos, siempre quedará el afilado braceo de Lewis, su portentoso salto y su aeróbica carrera. La silueta de trazo airoso de Frederick Carlton Lewis, hijo de Eolo, morador de la fabulosa isla de Eolia, hogar del viento. Uno de aquellos rostros que el viento del olvido borra a cada instante, recuerdos de un tiempo pasado en el que un segundo chico nacido en Alabama, recibió el don de un Dios que decidió entregar a un ser humano la capacidad de correr en el aire y dominar el viento para goce y deleite de todos los mortales.

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Sobre el autor
Mariano Jesús Camacho
Diez años escribiendo para medios digitales. Documentalista de la desaparecida web Fútbol Factory. Colaboré en la web deportiva italiana Sportvintage. Autor en El Enganche durante casi cuatro años y en el Blog Cartas Esféricas Vavel. Actualmente me puedes leer en el Blog Mariano Jesús Camacho, VAVEL y Olympo Deportivo. Escritor y autor de la novela gráfica ZORN. Escritor y autor del libro Sonetos del Fútbol, el libro Sonetos de Pasión y el libro Paseando por Gades. Simplemente un trovador, un contador de historias y recuerdos que permanecen vivos en el paradójico olvido de la memoria.