“Para ellas, la gracia, el hogar y los hijos. Reservemos para los hombres la competición deportiva”. Con esta frase cerró su discurso, en los Juegos Olímpicos de 1928, el Barón de Coubertin, padre de los Juegos modernos, y contrario a la participación de las mujeres en ellos. Esa cita es tan solo una muestra del extenuante camino que han debido recorrer las féminas a lo largo de la historia del deporte.

Las Olimpiadas fueron siempre un terreno vetado a las damas. De hecho, al principio se les prohibía incluso acudir como espectadoras, y no fue hasta los Juegos Olímpicos de París, en 1900, cuando se puede encontrar una participación de mujeres en tal evento. Fue en las disciplinas de golf y tenis, siendo la británica Charlotte Cooper (tenis) la primera laureada en las olimpiadas.

Al principio, las mujeres tenían vetada incluso la entrada como espectadoras a las Olimpiadas

Como en casi todos los ámbitos, el papel de la mujer en el deporte, y más concretamente en los JJ.OO., fue adquiriendo protagonismo muy lentamente. En las sucesivas ediciones se incorporaron las disciplinas de tiro con arco, vela y patinaje artístico, mientras que el atletismo no lo hizo hasta 1928.

Gran parte del mérito de que las mujeres pudiesen competir en atletismo en unos Juegos se debe a la francesa Alice Melliat, quien fundó la Federación de Sociedades Femeninas de Francia en 1917, para, en 1921, fundar la Federación Deportiva Femenina Internacional (FSFI). A través de esta organización, y debido al nulo interés mostrado por la Federación Internacional de Atletismo (IAAF) de incluir las pruebas femeninas en los Mundiales de Atletismo, se organizaron, en 1922, los primeros Juegos Mundiales Femeninos.

En 1926 se celebró la segunda edición, y en 1928, la IAAF incluyó finalmente las pruebas femeninas de 100 m., 800 m., relevos de 4x1000 m., salto de altura y lanzamiento de disco, por primera vez, en unos Juegos Olímpicos.

Mientras se avecinaba el crack mundial del ’29 y los regímenes totalitarios, el deporte femenino celebraba, de la mano de Elizabeth Robinson, uno de sus lentos avances en el mundo de las Olimpiadas. La estadounidense se coronó como la primera mujer que logró una medalla de oro en atletismo.

Talento innato

Elizabeth Robinson vino al mundo un 23 de agosto de 1911, en Illinois (Estados Unidos), y su participación en los Juegos Olímpicos fue totalmente fortuita. Cuando apenas contaba con 16 años, un profesor la vio correr cuando intentaba alcanzar el tren que la llevaba de Illinois a Riverdale, su casa; quedó tan impresionado por la rapidez de la joven que le propuso entrenar para mejorar sus cualidades y poder competir.

La talentosa Betty apenas pudo competir en tres ocasiones antes de los Juegos: la primera fue el 30 de marzo de 1928, en una carrera en la que quedó segunda. En la siguiente igualó el récord mundial de los 100 metros (12.0), que ostentaba Myrtle Cook, aunque no se reconoció oficialmente, y la tercera fueron las pruebas olímpicas de Newark, en las que quedó segunda.

Chica de oro

Cinco meses después de su primera carrera, sin apenas experiencia, pero con un don inimaginable, llegó a los Juegos Olímpicos de Ámsterdam 1928. Tras el viaje por mar, las féminas se alojaron en el mismo barco que las había llevado hasta la ciudad neerlandesa.

Allí hizo historia en aquella final del 31 de julio, en la que, tras hacer una marca de 12.2 en los 100 metros, logró un nuevo récord mundial y su primer oro, convirtiéndose en la primera mujer en conseguir una medalla de oro en atletismo. En la final fue descalificada la que hasta entonces era la favorita para llevarse el oro, la canadiense Myrtle Cook, por una salida en falso.

Logró un récord en las Olimpiadas de 1928, con una marca de 12.2 en 100 metros. También ganó la Plata en los relevos de 4x100 m. 

Ni la tensión de unas Olimpiadas pudo con la llamada “Princesa Olímpica”, y eso que, justo el día de la prueba, la joven estadounidense, que había llevado consigo dos pares de zapatillas –unas con clavos cortos y otras con clavos largos-, cogió, equivocadamente, los dos tenis del pie izquierdo. Al darse cuenta, y casi sin tiempo, envió a alguien de vuelta al barco para que pudiese traerle el par correcto. Viendo que el tiempo se agotaba y que la carrera estaba a punto de comenzar, Betty pensó, incluso, en correr descalza, aunque, finalmente, el zapato llegó a tiempo y Robinson pudo competir con el calzado adecuado.

“Recuerdo estar en mitad de la pista tras la carrera y ver izar la bandera americana. Entonces salí de la pista y disfruté de ese sentimiento”, declaró en una entrevista en 1988.

No contenta con el oro, Betty se hizo también con la medalla de plata en la prueba de relevos de 4x100 metros, cerrando así una participación perfecta. No solo demostró su capacidad y talento físicos sino también su frialdad y madurez mental para afrontar unos Juegos con 16 años y con una experiencia casi nula en competiciones.

Sin embargo, la celebración de las pruebas no estuvo exenta de polémica, ya que varias competidoras se sintieron indispuestas al finalizar las carreras de 800 m., lo que volvió a suscitar dudas sobre la capacidad de las mujeres para realizar determinadas pruebas. De hecho, desde entonces y hasta los años 60, se prohibió a las féminas participar en carreras de más de 200 m.

A su llegada a Riverdale, su ciudad natal, fue recibida como una heroína, con un desfile al que acudieron miles de personas para recibir a la más ilustre deportista de Chicago.

Tras los Juegos, Betty terminó el instituto y fue a la universidad de Northwestern, mientras continuaba preparándose para seguir compitiendo y poder repetir hazaña en las Olimpiadas del ’32.

La tragedia frena su carrera

El destino no le puso las cosas fáciles a la joven portento. Corría el año 1931 y Betty preparaba los Juegos del año siguiente cuando un accidente de avioneta estuvo a punto de costarle la vida. “Hacía mucho calor y no podía nadar porque estaba entrenando, así que pensé que podría refrescarme en el avión”, declaró años más tarde.

Robinson había estado compitiendo por diferentes ciudades y regresó a Riverdale para descansar. Quería refrescarse y, dado que tenía prohibido nadar -no se lo permitían para no interferir en los músculos-, convenció a su primo para dar una vuelta en avioneta.

Sin saber cómo, la avioneta se estrelló en un campo pantanoso. El impacto le causó serias heridas y le dejó secuelas, llegando los médicos a afirmar que nunca podría volver a competir. Una rodilla y la cadera rotas, el brazo izquierdo roto en dos partes y un corte profundo en la frente, que casi le cuesta perder la visión, fueron las consecuencias de aquel terrible accidente.

Regreso triunfal

A pesar de lo aparatoso del suceso, tras un año de recuperación, Robinson decidió volver a entrenar. Betty no se dio por vencida, nunca tiró la toalla, y sus ganas y fuerza de voluntad la llevaron de estar postrada en una cama a participar de nuevo en unos Juegos Olímpicos, los de Berlín 1936.

Debido a las secuelas que dejó el accidente en su pierna –no podía flexionarla bien-, Robinson no pudo participar en la prueba que la había coronado en 1928 como la mejor: la de 100 metros; lo que no impidió que ayudase a su equipo a hacerse con el oro en las pruebas de relevo 4x100 m., tras quedar descalificadas las alemanas.

Esas serían las últimas Olimpiadas de la estadounidense, que más tarde abandonaría definitivamente la alta competición.

Tras casi perder la vida en un accidente, volvió a competir y ganó el Oro en las pruebas de relevo de 4x100 m. de los JJ.OO. de Berlín

En 1939 se casó con Richard Schwartz, con quien tuvo dos hijos. A partir de entonces, la vida de esta luchadora y talentosa mujer discurrió de forma tranquila, sin llegar a abandonar el deporte por completo. La estadounidense viajaba frecuentemente por el país, dando charlas en representación de la Asociación de Mujeres Atletas.

La deportista siguió recibiendo reconocimientos, como la placa conmemorativa que le hicieron en su ciudad natal en 1992. Además, en 1996, fue incluida en Helms Hall of Fame, y en 1971, en el Roseland-Pullman Area Sports Hall of Fame.

Elizabeth Robinson murió el 18 de mayo de 1999, a la edad de 87 años, cuando ya padecía de cáncer y alzhéimer. Su carrera deportiva comenzó de forma fortuita y estuvo marcada por un accidente que casi le cuesta la vida, pero la “Princesa Olímpica” siempre dejó claras muestras de su fuerza de voluntad. Fue un ejemplo para el mundo del deporte y su legado, aunque olvidado, permanecerá imborrable en la historia del deporte femenino.