A 521 metros de la cima del Everest, una expedición estadounidense descubrió el cuerpo congelado de George Mallory. Fusionado a la montaña y con aspecto marmóreo, el legendario alpinista británico, que desapareció el 8 de junio de 1924 mientras escalaba la cima más alta del planeta, había dejado de ser ese poeta con pintas de dandi tenebroso para convertirse en roca helada y epitafio legendario de la escalada. Mientras seguimos buscando la famosa Kodak que podría resolver el enigma de si llegó a coronar la cima, el ser humano sigue anhelando ascensiones y entregando cuerpo y alma a la poderosa y enigmática llamada de la montaña.

“¿Por qué le importa tanto subir ese monte?”. Y su respuesta pasó a la historia: “Porque está ahí”

Cierto día un periodista que no comprendía qué motivaciones llevaban a Mallory a arriesgar su vida, a sufrir penalidades por alcanzar simplemente una cumbre, le preguntó: “¿Por qué le importa tanto subir ese monte?”. Y su respuesta pasó a la historia: “Porque está ahí”. No hacía falta decir más, los montañeros sabían de qué hablaba Mallory, para el que aquella mole rocosa representaba todo un reto y su simple existencia daba sentido a la suya propia. Las personas no sabemos lo que es ser fuerte hasta que serlo es la única opción que nos queda y esta frase forma parte del decálogo vital de estos intrépidos aventureros que firman su leyenda con un piolet. Y de cara al infinito en la vertical al cielo que es una pared rocosa, encontramos la historia de una perseverante aventurera que eligió el lienzo rocoso para enfrentarse a sí misma, y a sus miedos más profundos…

Una historia que dio comienzo en Tolosa un 1 de agosto de 1973, cuando una pequeña flor nació para convertirse en árbol, para crecer entre los tornos de una empresa familiar y, en el taller de un padre de recio carácter que le enseñó la dureza de la vida desde el primer instante, el esfuerzo necesario para sacar a una empresa adelante. Aquellos años modelaron su recia personalidad, pero no todo fue sacrificio pues como en toda vida, las luces y las sombras colmaron sus recuerdos de amaneceres y ocasos. Entre los amaneceres la localidad de Orio (Guipúzcoa), a 25 kilómetros de Tolosa, un pequeño pueblo costero en el que sus recuerdos se inundan de veranos azules. Allí pasó las vacaciones toda su infancia y parte de la juventud, en una pequeña caravana en la que fue realmente feliz.

Así transcurrió la infancia de Edurne Pasaban Lizarribar, que encontró su primera heroína en la figura de su abuela, que todas las mañanas montaba en la bici para ir al pueblo a dos kilómetros a hacer la compra y traer el pan. Fueron años de veranos azules, que contrastaron con la rutina diaria vivida en el piso situado junto a la empresa familiar. Edurne, que ansiaba la libertad e inmensidad de la naturaleza, no supo ser feliz entre paredes, destinada a perpetuar la empresa familiar, estudió Ingeniería Técnica Industrial y realizó un máster de negocios en la Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas. Llegó incluso a trabajar durante cuatro años en el negocio familiar, pero no pudo ignorar la irresistible llamada de la montaña.

A los 14 años comenzó a escalar en roca en el club de montaña de Tolosa, con dieciséis años ya se paseaba por algunas de las cumbres más altas del Pirineo y de los Alpes. Con diecisiete, escaló el volcán Chimborazo y poco a poco se fue adentrando en el mundo del alpinismo, realizando ascensiones de mayor dificultad. En 1994, con 21 años, de nuevo en Ecuador, al Chimborazo le sumó el Cotopaxi (5.897 m.), el Tungurahua (5.016 m.) y el Guagua Pichincha (4.971 m.). En 1996 se trasladó hasta la Cordillera Blanca de Perú y entre otras montañas holló el Nevado Ishinca (5.530 m.) y el Urús (5.495 m.).

A la edad de veinticinco años viajó al Himalaya con el Club de la Montaña de Tolosa, desde el primer instante en el que dejó el negocio familiar, se enfrascó en la búsqueda del objetivo de su vida a través de la que era su pasión: la montaña. Volcó en el citado objetivo todo lo que tenía: la experiencia desde pequeña, el espíritu emprendedor, el valor del esfuerzo y del trabajo… el focalizarse por completo en su pasión. Una serie de valores que aprendió de sus padres, de su padre la necesidad de sembrar para recoger y de su madre la humildad ligada a la transparencia. Pero estos valores comenzaron a cobrar mayor sentido gracias a lo aprendido al filo del abismo, en las paredes de nuestro planeta.

Reinhold Messner tenía mucha razón cuando decía “La aventura no existe si no hay riesgo de morir”

La montaña es una escuela de vida, en sus riscos helados, sus grietas abismales, se aprende que aun luchando por una meta individual, se forma parte de un equipo que está por encima de todas las cosas. Edurne siempre supo que aunque persiguiera un objetivo personal, sin sus compañeros no habría sido nada, pues cuando lo que está en juego es la vida, la responsabilidad de salvaguardar la integridad del compañero es absolutamente prioritaria. En la llamada de la montaña, que también es la del silencio, conoció sus límites físicos, y su fortaleza mental. Descubrió que el paisaje y la meta son inmortales pero las personas efímeras, conoció que Reinhold Messner tenía mucha razón cuando decía “La aventura no existe si no hay riesgo de morir”, mucho más cuando concebimos la vida como una gran aventura. Una aventura a la que Edurne comenzó a poner nombre y apellidos en 2001 cuando subió su primer ocho mil, el Everest, aunque en esa ocasión con ayuda de oxígeno artificial. Un dato relevante pues tan solo el 2% de los escaladores son capaces de hacerlo sin la ayuda del oxígeno.

El camino a la cima, es el camino hacia uno mismo y solo la mitad del camino

Después de haber alcanzado algunas cumbres del Himalaya, perder compañeros en el camino, y comprender que no se puede ser un héroe y a la vez pretender sobrevivir, se planteó el enorme reto de ascender las catorce cumbres más altas del planeta. Con la cuerdas de montaña como cordón umbilical de la vida, Edurne Pasaban sintió que el camino a la cima, es el camino hacia uno mismo y solo la mitad del camino, pues en la cumbre los ojos recorren la senda del silencio, la belleza e inmensidad de un planeta con alma. Pudo comprobar que un ocho mil solo te pertenece cuando has bajado, pues durante el camino perteneces a él. En mayo de 2002 sumó su segundo ocho mil, el  Makalu (8.465 m.), ascendiendo por la vía de los franceses y haciendo cima junto a Silvio Mondinelli, Mario Merelli y Carlos Pauner. El 5 de octubre de ese 2002, alcanzó la cumbre del Cho Oyu (8.201 m.) junto a Juanito Oiarzabal, Iván Vallejo y José Ramón Aguirre Marrón. Convirtiéndose entonces en la española con más “ochomiles”.

En 2003 a sus gestas individuales sumó tres “ochomiles”  más, el Lhotse (8.516 m.) con Vallejo e Ion Goikoetxea, el Gasherbrum II (8.035 m.) con Oiarzabal, Bereziartua y Aguirre y una semana después, el Gasherbrum I (8.068 m., también conocido como Hidden Peak), con Juanito Oiarzabal y Bereziartua. Dicen los montañeros que en cada cumbre coronada queda un pedacito de alma embriagada de pequeñez e inmensidad que desciende cual alud, cual manantial cargado de sedimentos copados de emociones. Como dijo John Forbes, Edurne tomó conciencia y consciencia de que su corazón permanecería en aquel lugar al que su cuerpo no podría volver jamás.

En julio de 2004 y por el Espolón de los Abruzzos ascendió junto a Juanito Oiarzabal, Juan Vallejo y Mikel Zabalza su séptimo ocho mil, el K-2 (8.611 metros). En el descenso Juanito y Edurne sufrieron la congelación de varias falanges y estuvieron internados en la MAZ. Para entonces era una de las cinco mujeres que lo habían conseguido pero aún le quedaban siete cimas por coronar. El 20 de julio de 2005 escaló el Nanga Parbat (8.125 m.), en compañía de Josu Bereziartu, Marianne Chapuisat, Ester Sabadell e Iván Vallejo y programó la escalada del Broad Peak, pero la dureza de la expedición al Nanga y las duras condiciones climatológicas le hicieron desistir.

La sombra de la duda se instaló entonces en lo más profundo de su ser, una depresión de más de un año le alejó de su objetivo, pero como decía Mallory esas cumbres seguían estando ahí. En 2007 acumuló su noveno ocho mil al culminar el ascenso al Broad Peak (8.047 m.). El 1 de mayo de 2008 alcanzó la cima del Dhaulagiri (8.167 m.) y el 5 de octubre de 2008 alcanzó la cima del Manaslu (8.156 m.). Con el Manaslu, sumó su undécimo ocho mil de los catorce que tenía establecidos como objetivo, igualando los hollados por la austriaca Gerlinde Kaltenbrunner y la italiana Nives Meroi.

Su vida transcurría entre paredes, agujas y aristas, bailando en el abismo y con tres cumbres por delante para conseguir el objetivo. A finales de marzo de 2009 Edurne Pasaban partió hacia Nepal junto con sus compañeros de expedición con el objetivo de escalar el Kangchenjunga, el primero de los tres “ochomiles” que le faltaban. Y lo vivido en la pared nepalí escenificó el momento más delicado de su carrera como escaladora. Pasaban hizo la subida con una traqueo bronquitis, que la llevó a los límites del agotamiento físico. Coronó la cima, pero en el descenso llegó incluso a plantearse abandonar, pertenecer de por vida a aquel ocho mil, pero el trabajo de su equipo logró llevarla a su duodécima gesta. Con la cima del Kangchenjunga Pasaban se convirtió en la primera mujer en ascender 12 “ochomiles”.

El 17 de abril de 2010, alcanzó la cima del Annapurna (8.091 m.), su decimotercer ocho mil y el 17 de mayo de 2010, en su quinto intento de coronar el Shisha Pangma, llegó a la cima junto a sus compañeros de expedición, Asier Izaguirre, Alex Txicon y Nacho Orviz. Era su decimocuarto ocho mil, convirtiéndose así  en la primera mujer en conseguir los 14 “ochomiles”, un hito histórico que jamás habría conseguido sin la ayuda de sus compañeros, su equipo. Una gesta que quedó muy por encima de la polémica surgida con la coreana Miss Oh, que defendía haber coronado las cimas con anterioridad.

Aquello era lo menos importante pues la meta estaba conseguida, Pasaban había mirado cara a cara a la muerte, superando desplomes y aludes, tanto en la montaña como en la vida real. Experimentó el sabor amargo del fracaso, el dolor del frío, la dulce paz del éxito, y el silencio de la ovación del cielo. Aunque quedó atrapada por el bello magnetismo, por el canto de sirenas de la montaña, que pelea por que pertenezcas a ella, tocó suelo con la línea del cielo grabada en sus ojos. Allá donde las águilas, allá donde los riscos, allá donde la reunión se viste de compañerismo, la montañera de Tolosa trazó el camino hacia el amanecer, el encuentro con el sol y la cima, patria interior que en su pequeñez e inmensidad, le mostró revelaciones azules pintadas de picos y nubes. Pues en el glaciar, sobre una terraza de rocas, se agitan teoremas de vida y muerte, en el camino vertical se divisa un techo de paz profunda y metáfora del camino hacia uno mismo. Edurne quiso ser montaña, hizo de la llamada romance pedregoso y de las cordilleras existencia perpetua, mudándose al techo del cielo, eterno paisaje de los “ochomiles”, donde dicen quedó su corazón por y para siempre.

Foto1: http://www.elmundo.es

Foto2: http://www.edurnepasaban.com