Lynne Cox (1957) fue una nadadora mediocre en su juventud, la más lenta de su equipo. A tiempo decidió reconvertirse en nadadora de aguas abiertas. Disciplina en la que destacó sobremanera, cosechando éxito, mucho éxito, aunque más por el simbolismo de sus retos que por la dureza de los mismos, que no fue poca, ni mucho menos.

Lynne cruzó a nado el Canal de la Mancha, el Estrecho de Cook en Nueva Zelanda, el de Magallanes en Chile, rodeó el Cabo de Buena Esperanza en Sudáfrica, el Lago Baikal, el Titicaca, descendió a nado por el Río Nilo y superó tantos desafíos que no cabrían en este artículo. Pero sin duda su prueba más importante fue cruzar a nado la distancia existente entre las islas Diómedes Menor y Diómedes Mayor, en 1987.

Las Islas Diómedes están situadas en el Estrecho de Bering, justo en la zona fronteriza entre Estados Unidos y la -ya extinta- Unión Soviética. Diómedes Menor pertenece a EEUU, Diómedes Mayor a la URSS. La distancia que separa ambas islas es de sólo 4’3 kilómetros, pero en 1987 esa distancia era la frontera entre dos mundos totalmente enfrentados y siempre al borde de la guerra total. Por si fuera poco, entre las dos islas atraviesa una línea imaginaria que las separa en dos husos horarios distintos, lo que provoca que mientras en la Diómedes rusa son las 00.00 de, por ejemplo, un miércoles, en la Diómedes estadounidense son las 03.00 del martes. Nunca dos puntos del mapa estuvieron tan próximos y tan lejanos a la vez.

En 1987, en plena Guerra Fría y perestroika, las relaciones entre EEUU y la URSS atravesaban su punto más conflictivo, siendo casi inexistente el diálogo entre ambas naciones. En esta circunstancia, a Lynne Cox, nacida en Boston en 1957, no se le ocurrió otra cosa que cruzar el estrecho que separa a EEUU de la URSS como método de protesta por la escalada de tensión permanente entre ambas potencias, en demanda de una posible amistad entre ambos pueblos.

Desde un primer momento hubo reticencias por parte de ambos gobiernos, sobre todo por parte de los soviéticos, que tardaron años en conceder el permiso necesario para pisar su suelo patrio. Sin embargo, aún sin tener permiso expreso por parte de las autoridades, Cox se trasladó a Diómedes Menor, y comenzó los preparativos para llevar a cabo la hazaña, provocando movimiento militar en la zona por parte de ambos ejércitos, que comenzaron a ponerse bastante nerviosos. El permiso llegó 24 horas antes del momento clave. Era demasiado embarazoso impedir el cruce ante la mirada de los medios de todo el mundo por lo que la URSS terminó cediendo.

La temperatura del agua, de sólo 3.3 ºC, llevó a Lynne Cox al borde de la desesperación. "Metí la cabeza en el agua y empecé a nadar lo más rápido que pude. También miraba mis hombros para ver si se estaban poniendo azules. Eso habría sido demasiado peligroso".

Acompañada en todo momento por embarcaciones de los inuits -los indígenas de la zona- y un equipo médico, Lyne cruzó la distancia existente entre ambos mundos. No lo hizo sin miedo, ya que la visibilidad no era óptima y los inuits llevaban décadas sin poder cruzar el estrecho por motivos políticos, por lo que carecían de radares o métodos modernos. Las posibilidades perder el rumbo y acabar en medio del Océano Atlántico eran muchas. A simple vista, Lynne no vislumbró la Diómedes soviética hasta que no estuvo prácticamente en la playa, para alivio suyo y de sus acompañantes.

En mitad del mar, cuando tanto Lynne como sus guardianes inuits desconocían el punto exacto en que se encontraban, les alertó el sonido del motor de una lancha, rusa, que se acercaba a la nadadora estadounidense. A bordo viajaba Vladimir McMillan, un periodista que –como su apellido delata- compartía nacionalidad estadounidense y rusa, empleado en una agencia de noticias soviética. A grito pelado y dando botes, Vladimir, para sorpresa de Lynne, gritó Don’t stop now, Lynne!” (“¡No pares ahora, Lynne!”).

Emocionante y emotiva fue la llegada a Diómedes Mayor, sin duda. En plena playa se estableció un caluroso recibimiento para Lynne, que llegó con los dedos de las manos y los pies grises, al borde de la hipotermia. Soldados rusos, estrellas del deporte, funcionarios del KGB y lugareños bajaron a la playa para dar la bienvenida a la estadounidense, dejando a un lado las diferencias mantenidas durante décadas. "Habían establecido mesas en la playa para una especie de picnic, con samovares llenos de té y galletitas. Estaban listos para celebrarlo durante toda la tarde”. “Después de años temiéndole a los soviéticos, allí estaban esas personas, dispuestas a calentarme y devolverme a la vida”.

La hazaña llevada a cabo por Lynne Cox no fue en vano. Años más tarde, cuando el presidente soviético Gorbachov visitó la Casa Blanca para firmar un tratado de no proliferación nuclear, Ronald Reagan le ofreció una copa para brindar por la nadadora.

De los muchos desafíos llevados a cabo por Lynne Cox, la travesía para unir a estadounidenses y soviéticos fue el más importante, no por ser más exigente físicamente -sobre todo para alguien que nadó en las gélidas aguas de la Antártida- sino por lo que significó, por la repercusión que tuvo y, en definitiva, por demostrar que la natación y el deporte sirven para algo más que para estar en forma y llegar de un punto a otro de una piscina o de un mapa.

Este artículo ha sido elaborado con información extraída de: openwaterpedia, BBC, Los Angeles Times, LynneCox.org.