Panamá es un país sumamente particular: aunque es parte de Centroamérica, no tiene grandes lazos culturales, sociales ni económicos con sus ‘hermanos’ de la región, incluso la misma es denominada, de manera usual, aunque un poco arcaica, como ‘Centroamérica y Panamá’. El deporte más popular es el béisbol, y figuras como Rod Carew, Mariano Rivera y Roberto ‘Manos de piedra’ Durán son más representativos en esa nación de cara al mundo que nombres como Blas Pérez, Felipe Baloy o Román Torres.

Sin embargo, en México, esos tres nombres son más fácilmente identificables que en cualquier otro país: los primeros, por la trayectoria que tuvieron en equipos de la Liga MX, y Torres, por ser el líder de esa Selección Panameña que fue un auténtico fantasma para el cuadro azteca, sobre todo, en las eliminatorias de cara al Mundial de Brasil, aunque esta noche no pudo frente al joven Alvarado en el primer gol mexicano. El tiempo no perdona.

Esta rivalidad tiene larga data: Desde la patada que Javier Aguirre propinó a Ricardo Phillips, en la Copa Oro de 2009, hasta el gol de Graham Zusi que calificó a México a la Copa del Mundo de 2014, dejando fuera a los ‘canaleros’, podemos decir que el punto álgido de esta confrontación se encuentra en el polémico penal marcado a favor del ‘Tri’ en la Copa Oro de 2015. Aunque en los últimos años el pique ha disminuido, sobre todo por el cambio generacional de ambas selecciones, es posible sostener que aún pervive, en la figura de ese mismo Román Torres, ciertamente el último de los mohicanos, quien jugará esta noche en el XI inicial.

En Panamá, aunque el futbol no es religión, ya se tiene una figura maligna bien definida: México.

Anteriormente se mencionó esta nación no tiene similitudes apreciables con el resto de los países de Centroamérica, aunque eso no es del todo cierto: la antipatía por el futbol mexicano, a nivel de selección mayor, es común denominador desde Ciudad Hidalgo, en la frontera guatemalteca, hasta el Darién, casi esquina con Colombia.

Por otra parte, ese desprecio es recíproco, porque en México tampoco nos gusta el futbol de aquella región. El juego trabado por ambas partes, sucio, con leña, pisotones, patadas, pérdidas de tiempo deliberadas; Lozano, lesionado; Pizarro, convirtiendo el Azteca en un llano de la Liga de Barrios con sus ademanes. Todos los elementos del canon fueron dados y, efectivamente, lo que se vio fue un partido típico entre México contra cualquier selección centroamericana, igual a todos los que se han jugado desde que la Concacaf existe.

En el Estadio Azteca, como de costumbre, se registró una gran entrada más, a pesar de ser martes por la noche, incompatibilidad ontológica entre la práctica del balompié y los días hábiles, y el alto precio del boletaje, cuyo importe, seguramente, incluyó cena completa, bebidas, edecanes y bendición arzobispal en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Quizá resulte un tanto irrisorio que se pague tanto dinero por ver un partido que se sabía a priori de baja estofa, pero la Selección Mexicana, como elemento fundamental de la identidad contemporánea nacional, moverá a las multitudes, aunque juegue contra el último clasificado en el ranking de la FIFA.

Finalmente, México volvió a sacar una victoria que, como en el caso contra Bermudas, a nadie convence, mucho menos satisface. No es muy tarde para que en la Federación se den cuenta de que esta será la única competencia que tendrán en los próximos tres años, por lo tanto, el compromiso consigo mismos es lo único por lo que pueden luchar, y aunque lo más fácil sea jugar al nivel de la confederación, lo más difícil será salir de la misma cuando aterricen en Qatar, dentro de tres años.