Imagino a Isco Alarcón de pequeño y le veo encariñado entrañablemente con la pelota, como decía Roberto Fontanarrosa, manteniendo ese romance infantil con la de cuero que han sentido todos aquellos que en la complicidad abierta de la calle aprendieron el lenguaje de la empanada, de la medialuna, diminuta faja de tierra y césped en el que los diferentes, los ingeniosos, marcan diferencias haciendo saltar conejos de sus botas, chistera de los magos del fútbol, entre túneles, pases al hueco y rabonas. Pues allá en el centro de la medialuna, vestido con el frac del mediapunta, con alma de enganche, ejerce Isco de ilusionista como buen embajador de una tierra, en la que la luz del sol se sirve en bandeja plateada. Como el oro viejo, miel y Arroyo son recuerdos que brotan en la calle de las Flores, lienzo que vio germinar el talento de Francisco Román Alarcón Suárez, un niño tan hipnotizado por el fútbol que creció a imagen y semejanza de su primera novia de cuero.

Nadie le enseñó a mimarla, aquello le salía de puro natural, venía impreso en su información genética y si llegó a aprenderlo lo hizo robando con ojos enamorados el misterio metafísico de cómo otros hacen que el balón obedezca dócilmente al toque sutil de una bota. Desde el fondo de la historia surge este mago de varita presta en su pierna derecha, ilusionista que nos hace creer en cosas que parecen inciertas, mentiroso de pelota pegada que vive del arte del engaño y el pase surrealista. Una luz que se ofrece en el corazón del juego y reclama a su eterna enamorada, un primer amor convertido en gajos de cuero que obedece sumisamente al niño de Arroyito, que en contacto con la suela ruda de su bota se convierte en ser vivo que alimenta de goles a sus compañeros y a los aficionados de espectáculo. De pelotazo sabio Isco siempre busca los rincones, allá donde las orugas hacen túneles junto a la base del poste o en las esquinas anguladas en las que tejen sus trampas de tela las arañas.

Encuentra Del Bosque, que es marqués del fútbol, que a veces se enreda en un fútbol demasiado fino, pero es conocedor el noble, que en las botas de este malagueño quedó depositada la herencia y estirpe de un juego con el que fuimos campeones de todo. Como tipo agradecido, cada vez que agarra la pelota, sus pies dulces anuncian que algo va suceder en la jugada, entonces del archivo de su memoria selectiva rescata a ese pequeño y orondo niño que soñaba con los intangibles del fútbol, con lo inexplicable, la anormalidad, todo aquello que se sale del guion y establece multitud de variantes en el fútbol de ataque, la pausa y la aceleración, cada una en su momento, un pase o un regate que abren tangibles en el camino de su amada hacia la portería contraria.

Pues en definitiva estos números diez de talento inagotable están predestinados para evitar que el buen fútbol se pierda, no en vano el balón siempre representó para ellos el primer romance infantil con la de cuero y el instrumento creativo de unos sueños que les proporcionaron una feliz infancia. El estadio enmudece, el mago muestra el juego, en la medialuna, el macilento gris de un empate a cero se deviene en un espectáculo de luces, toques lujosos y fanfarrias. La ha tomado Isco en el enganche, sus ojos inquietos y su cabeza alta, hacen comenzar la danza al borde de la temible ferocidad del área, le esperan defensas armados con guadañas, pero ese chico la tiene atada y pronto se viene la carcajada. La pelota con una sonrisa amplia entra solemne por una escuadra y del toque tan sutil casi no quiere tocar la red sino besarla…