La temporada pasada del Villarreal fue todo un escándalo. El Submarino, recién ascendido de Segunda División, maravilló al mundo desplegando un juego vistoso, alegre y atrevido. Valiente. Ni los más optimistas hubieran presagiado aquel asombroso inicio de campaña de los chicos de Marcelino en el que se colaron durante un buen puñado de jornadas entre los tres transatlánticos del fútbol español. El Real Madrid sudó sangre para arrancar un empate de El Madrigal. Diego López tuvo mucho que decir aquella noche.
La campaña avanzaba; el Submarino bajaba el timón. Lesiones y más lesiones quebraban los planes de Marcelino. Horas extras para los médicos de un club con los tripulantes justos. La zona defensiva fue la principal perjudicada de esta larga plaga. Primero fueron Dorado y Pablo Íñiguez. Después, Musacchio. Y esto ya eran palabras mayores. El argentino se había convertido en el verdadero káiser de la zaga amarilla y su lesión fue una losa muy pesada para Marcelino.
Los resultados minaron. Ya no se ganaba con tanta frecuencia, pero la apuesta seguía siendo la misma. El Madrigal fue testigo de lujo de verdaderas odas al fútbol por parte de los hombres de Marcelino. El Villarreal no tenía techo. Europa estaba cerca.
Terminó la temporada y el objetivo se había cumplido. El Villarreal sería una temporada más equipo de Primera División. Volvería a ir al Camp Nou y al Bernabéu. Pero había más. Este pequeño pueblo de la provincia de Castellón sería internacional. Como ya lo fue cuando campaban Riquelme, Forlán y compañía por el verde de El Madrigal. La ilusión ha vuelto. Sant Pascual, patrón de la localidad, ha devuelto la llama de la esperanza a orillas del Mijares. El fútbol da vida.
Para ello el equipo se ha tenido que reforzar. Otro motivo más para ilusionarse con el nuevo proyecto amarillo. Rukavina, Vietto, Johnatan dos Santos y Cherisev aportarán la frescura que faltó la temporada pasada. Y quién sabe si Fernando Roig tiene otro As bajo la manga. Marcelino pide un nueve de garantías. Una estrella. Un nuevo Forlán.