Desde el fondo del cajón del recuerdo, entre camisetas descoloridas y fotos en sepia devoradas por los años, la voz de un sabio rescata un juego de palabras con las palabras de un juego que se yergue inalterable con el poso del orgullo y el aire de lo añejo. Es la voz del añorado maestro Eduardo Galeano, que con su habitual genialidad, de la multitud de pequeñas historias que cuentan, juntas, una sola historia del fútbol, narra un acontecimiento muy especial cuyos protagonistas aparecen y se desvanecen para seguir viviendo en la memoria de la gente. Tejidos por los hilos del tiempo, y de las bocas del tiempo, la voz de Galeano retumba para relatar la emoción del Fin del partido.

Dicen que los vientos del tiempo se encargan de borrar todas las huellas, pero del tiempo que tiene pies y siempre rueda, es posible recuperar algunos de sus grandes pasos. La letra muerta se convierte en letra viva cuando esos pies dibujan en el suelo la palabra juego como mayor enseñanza. Pues esta historia, como muy bien contó Galeano entre fútbol y sombras, es la del rodar del mundo y la pelota. La historia de una sospecha fundada en Inglaterra, cuando entre tormenta y tormenta el sol se dejó ver como pelota encendida que durante el día trabajaba y de noche brincaba allá en el cielo, mientras una luna bohemia jugaba a trabajar.

La felicidad primera

Y es que pese a lo que diga la ciencia, el fútbol no deja de ser la metáfora de millones de galaxias en espiral cuyos planetas giran en torno a una estrella. De hecho como defendía Don Eduardo quedó comprobado con toda certeza que el mundo gira en torno a la pelota que gira, sencillamente porque el fútbol, del que dicen no tiene memoria, nunca perderá la memoria de los niños, que es la memoria del juego. Los niños primero miran y observan, después aprenden y por último imitan. Y no existe mejor manera de descubrir la felicidad primera que imitar al padre, al abuelo, imitar al fútbol que les hizo felices y aun sigue convirtiéndolos en niños. El tiempo pasa, vuela, pero los ojos se quedan detenidos en la niñez, en la pelota que rueda, aquella que siguen millones de personas y veintidós tipos en calzoncillos que la persiguen para patearla y así demostrarle su amor.

Luces y sombras

En el fin del partido la voz de Galeano, su amor por la pureza del juego y su denuncia por las sombras, su emoción por las luces, por los niños que nacen con el nombre de sus ídolos, por los padres que se dejan imitar por sus hijos en lo que realmente es la única y gran verdad de este juego, la diversión. Por los padres que no se dejan arrastrar por esas sombras, que también existen y en cambio las destierran para transmitir la enseñanza de la empatía, la unión, la solidaridad y la sociabilización de un juego con dos caras.

El fútbol es una de esas fiestas que ponen de manifiesto lo mejor del alma humana y también lo peor. Una fábrica de sueños, pasiones, goles, jugadas y color; miles de formas de ser e interpretar el juego que forman parte de la identidad de las fajas de tierra en las que se juega y sobre la que crece la hierba fresca y silvestre de la ilusión. También una fábrica de trucos y mentiras, dirigida y adulterada por los que son sus dueños; una excusa para volcar frustraciones sociales, para convertir en arma de la barra el rodar del balón que derrama el color vivo del rojo escarlata. La cal blanca del dinero negro hacia el paraíso fiscal, que nunca será el paraíso del juego porque el fin del partido es un partido sin fin, el de la noche al amanecer, un viceversa eterno en la noria del tiempo, todo un universo de emoción y pasión que cabe en una pequeña plaza, en un patio de vecino, un metro cuadrado de potrero y un corazón que acaba de nacer…

El libre albedrío, el arte de lo imprevisto

La fiesta de los ojos que lo miran, la alegría de los cuerpos que lo juegan, la pelota de la que hizo uso la teóloga alemana Dorothee Solle para definir la felicidad, la que sobrevive a pesar de los pesares. La que vence a toda sombra por asombro a toda tecnocracia, toda manipulación, porque es el objeto diabólico y celestial del libre albedrío que se obstina en ser el arte de lo imprevisto. Como decía Galeano los atletas se esculpen en Grecia, pero los genios, los dioses del balón, solo pueden ser moldeados de manos de otro dios, que con toda probabilidad estará escondido creando su próxima obra en una favela dejada de la mano de Dios.

Al final del partido sin fin: Galeano

Porque como relataba el maestro, el fútbol sigue siendo una misa pagana cantada sobre una alfombra verde, con tantos lenguajes como en la Torre de VAVEL, con tantas memorias como pasiones es capaz de desatar. Con tantas formas de contarlo y vivirlo, que ni la uniformidad del rebaño de Orwell, de la globalización, será capaz de encarcelar.

Sencillamente porque el juego, como la vida, siempre acaba abriéndose camino hacia la fugaz felicidad y la eterna melancolía de la ausencia del enano que mató al gigante con palabras, el que hizo con las manos, lo que no pudo hacer con los pies, con un balón. El maestro Eduardo Galeano, aquel que homenajeó al fútbol, hizo celebración de sus luces y, denuncia de sus sombras. El del fútbol en el que merece la pena creer, el de los que nacieron para jugar, el de los ya nacidos y los que nacerán, el de los que se ofrecen para divertirse y ofrendan diversión. El de aquella melancolía irremediable por la ausencia del sabio y su eterna presencia, la de después del amor y al final del partido de un partido sin fin.

​Bibliografía: El Fútbol a Sol y Sombra -Eduardo Galeano-