Los juegos de Copa son la piedra de toque para diferenciar al aficionado de a pie con el que está un poco más comprometido con la causa: un juego entre semana, bien entrada la noche, el día siguiente es hábil y hay que trabajar temprano, así que, ¿a quién se le ocurre dejar de lado la posibilidad de quedarse en casa, bien cómodo, mirando el juego por televisión, desde la cama, incluso, para hacer el desplazamiento hasta el estadio, y ver un juego que desde un principio se antojaba aburrido?

Se puede creer eso de los forofos y los niños que aún están de vacaciones y fueron lo suficientemente necios para persuadir a sus padres de que los llevaran al campo a ver jugar a su equipo favorito, ellos no están en tela de juicio porque su lealtad no conoce de tiempos y espacios, pero, para un aficionado promedio, no parece algo que merezca consideración como primera opción para una noche completamente rutinaria.

Incluso, en Aguascalientes, cuya tranquilidad como ciudad es casi proverbial, parecería que es mejor dejarlo para la otra jornada.

Se podría decir que las personas asisten a los juegos de Copa a sabiendas de que serán pocos los que asistan y así estarán más cómodos en la tribuna, pero en el Estadio Victoria las cosas no funcionan así, es decir, también podrían ir a un juego de semifinal de Liga con la certeza de que no encontrarán aglomeraciones de aficionados ávidos por ver al Necaxa levantarse hasta lo más alto.

El rival tampoco invitaba a mucho. Los Dorados de Sinaloa llevan años completos siendo el coco de los ‘Hidrorayos’, jugar en Aguascalientes les sienta bien y esta noche no fue la que marcó la excepción –que confirmaría la regla, por otra parte–. Un empate en tiempo de compensación recalcó que en Necaxa practican la doctrina del palo y la zanahoria: primero golean, luego los bailan y ahora los empatan en el último minuto. Bajo esa lógica cabría esperar una actuación espectacular en su próximo cotejo, pero con este equipo jamás se sabe.

Tomando todo lo anterior en cuenta, ¿qué es lo que hace, entonces, que haya habido una entrada que bien pudo ser de sábado a media tarde, a pesar de ser martes en la noche, contra un rival de segunda división que siempre da la campanada en ese estadio, y, además, con un Necaxa herido en el orgullo y el futbol? Simplemente el amor.

Recordar que el amor, es dar. Dar cualquier cosa: dar las noches laborales, dar las horas de sueño; dar el aburrimiento, el coraje porque Dorados arrebató dos puntos de la bolsa en el minuto 94, dar la frustración de ver a un mejor Necaxa que hace tres días pero que no le alcanzó, dar todo eso, pero también dar la oportunidad a un niño para que conozca el estadio, para que vea a los jugadores en acción, para que, en una de buenas, se enamore de esta institución tanto como lo hizo su padre cuando tenía su edad. Dar.

En contraposición a eso, Necaxa no da a sus seguidores, incluso a los que hacen el aguante de ir a verlo entre semana, más que sinsabores y tragos amargos. Necaxa, como en la canción, solo sabe querer, pero no ama. Sin embargo, el aficionado que asiste a los juegos coperos, el que está más comprometido con la causa, sabe bien que eso no es nuevo, incluso que es parte de ser necaxista: hace 76 años, la primera desaparición del equipo ya vaticinaba una vida de idas y vueltas, una y otra vez, que serían refrendadas en 1971 y 2003, con la desaparición de su ciudad sede.

El ejercicio de ver en vivo al Necaxa, el martes en la noche, no es más que el perfeccionamiento del arte de ser necaxista, de paliar las adversidades anteponiéndose a ellas, para poder así disfrutar los triunfos por partida doble.

Todo esto, o que, en realidad, el torneo de Copa ha sido el único que Necaxa ha ganado en Aguascalientes, estando en Primera División, y, por lo tanto, la gente le tiene más fe que a la Liga, que lleva veintiún años sin aparecer. Podría ser.