Hoy la quilla de mi barca rasga el Océano y sus viejas cuadernas nadan por la Costa de Mogán para mostrarme el encanto de un bello paraje que al fondo, justo donde diviso la que podría ser tierra prometida, un misterioso astro ilumina mi regreso a puerto. Ante mis ojos de lechuza y mi gorra de lobo de mar, una imponente Luna de meigas, se confunde con la belleza natural y la calurosa acogida de un coqueto puerto marinero llamado Arguineguin.

El omnipresente Sol que tuesta la arena de su playa, hace tiempo que besó sus aguas para fundirse y apagar su anaranjado ocaso en el fondo del mar. En el techo estrellado de la noche Gran Canaria, mi bote navega decidido sobre un manto de agua y una visible línea de plata. Como faro y rosa de los vientos, la luz y magia de una estrella que posó su leyenda y mi destino sobre un enclave geográfico paradisíaco, único de la bella Gran Canaria; tierra canari y guanche de agua quieta, de la que solo puede surgir arte y belleza. Conceptos estéticos que trasladados al fútbol cuentan en el rodar reciente de la pelota con dos ilustres talentos que llevaron a lo más alto el nombre de un pueblo legendario: Juan Carlos Valerón y David Silva.

El primero, de físico enjuto, voz aguda, aflautada y rodillas delicadas como la porcelana o el cristal. También de sutil y elegante presencia, la magia canaria en sus botas y la luz de una estrella en su privilegiada cabeza. El segundo, nieto de la ‘tirajanera’, orgullo y realidad de Arguineguin, en su zurda el fútbol de los dieciocho futbolistas grancanarios que abrieron el camino hacia la leyenda.

Sobre ellos imborrables recuerdos y entre ellos la infancia de tres hermanos que hicieron rodar sus sueños por las calles de un pueblo marinero. Allá en aquella cancha verde de la calle Benito Pérez Galdós de Arguineguin, en la que tantos grancanarios se aficionaron al fútbol, tres hechiceros del balón, Pedro, Miguel Ángel y Juan Carlos Valerón Santana, mitigaron sus ansias de diversión con un grimorio de fútbol bajo la suela de sus zapatos.

Primero Pedro, el hermano mayor, luego Miguel Ángel, al que una lesión le privó desplegar los conocimientos mágicos que poseía sobre la pelota, su fineza y rapidez endiablada por la banda, y por último Juan Carlos, un flaco con alma de chamán que cogió el relevo de sus dos hermanos y se encargó de elevar su apellido y el nombre de su pueblo a los altares de la mitología futbolística.

Nacido un 17 de junio de 1975 en Argunieguin, Juan Carlos siempre fue uno de aquellos jugadores que se ganó el respeto y la admiración de todos por ser faro y guía del fútbol ofensivo. Junto a Iniesta, lo más parecido a Laudrup que hemos visto por los campos españoles, y como el manchego, tan imaginativo y genial como tímido y normal. En su introvertida personalidad cosido el disfraz de la naturalidad y la destreza, en sus botas un pase imposible, el arte del engaño y en su liviana y delgada figura el traje sastre perfecto para la elegancia. 180 centímetros y 72 kilos de pura magia, con los que comenzó a perfilar sus primeros hechizos con un balón enfundado en la zamarra verde del CD.Arguineguin.

Aquel club en el que la UD Las Palmas encontró un auténtico filón, pues desde que en 1992 captó al hábil Miguel Ángel Valerón, las figuras de Juan Carlos y Aythami Artiles, se sumaron a aquella estela ganadora. Así en 1994 ingresó en las filas de la Unión Deportiva Las Palmas B, para luego debutar en Segunda División en 1995, coincidiendo con su hermano Miguel Ángel Valerón y jugadores como Turu Flores, Walter Pico o Manuel Pablo, a la postre compañero suyo en Riazor.

En 1997 el Mallorca se hizo con sus servicios y en una sola temporada dejó constancia de su enorme clase y talento, razón por la cual, el Atlético de Madrid, solo un año más tarde, cerró su pase al conjunto colchonero. Comenzó bien en el Calderón, pues logró arrebatar la titularidad al brasileño Juninho, pero a nivel colectivo el equipo no acabó respondiendo en el terreno de juego. Una circunstancia que acabó afectándole a nivel individual, mostrándose absolutamente impotente ante el inminente descenso del Atlético, consumado con una caída libre hacia la categoría que entonces fue catalogada como ‘el infierno del fútbol español’ .

Tras su mala experiencia en Madrid, llegó al Deportivo para cubrir una posición en la que otro mago deslumbraba haciendo malabares al borde de su anarquismo: Djalminha, aquel hechicero del que siguió aprendiendo secretos, que anotó en su privilegiado grimorio futbolístico. Riazor descubrió entonces a “El flaco de Arguineguin”, el debate saltó a los foros deportivistas. Muchos consideraban que debía ser suplente de Djalminha, pero el tiempo y las malas relaciones entre Djalma e Irureta, acabaron por demostrar que Juan Carlos además de jugar hacía jugar bien a todos. Makaay, Tristán, Luque, nunca hubiesen llegado a rendir a ese nivel sin formar sociedad con el 21 del Dépor. El de las grandes noches por los campos de Europa, en Alemania, en aquel histórico 2 a 3 al Bayern, también aquel del gol al Milan, el mismo que firmó un partidazo con gol marca de la casa al Arsenal, un 0-2 en Higbury en marzo de 2002.

También aquel de la rodilla infestada de cicatrices, una rodilla izquierda que hizo crack por primera vez en febrero de 2006, en el partido que enfrentó en Riazor a su equipo con el RCD Mallorca. Cayó entonces sobre el Mago canario la maldición de cien meigas que parecieron romper en mil pedazos su rodilla izquierda. Dos recaídas y la pérdida de funcionalidad de su articulación, para la práctica deportiva a nivel profesional, apagaron sus hechizos durante un largo periodo de tiempo, en el que muchos lo dieron todo por perdido, pero en el que Juan Carlos jamás perdió ni la sonrisa ni la esperanza.

Afortunadamente y tras largos años de dura pelea con las lesiones, su fútbol trigonométrico regresó al verde de Riazor, donde celebró en la victoria contra el Racing de la temporada pasada, su partido número 250 en Primera con la camiseta del Dépor. Sus 256 partidos y 18 goles como deportivista no hacen justicia a un hechicero de la pelota como él, conocedor de los más sabios conjuros de la pelota.

Juan Carlos Valerón, internacional absoluto y mundialista desde que un 18 de noviembre de 1998, en el partido Italia 2:2 España, debutó con la absoluta. Aquel que hoy, y tras una dura temporada en Riazor, nos saluda con su magia desde las mismas puertas del infierno. Ese mismo que espera hechizar lo pases suficientes como para que sus compañeros lleven al Dépor a la categoría que merece y de la que nunca debió salir.

El fútbol de un mago y el blues de un flaco, de cuerpo tan delgado que traza paredes en un palmo. Con tanto talento atesorado, que en su alma cosida a un balón ya no queda lugar para tantos corazones azules y blancos. El hechicero de Arguineguin, chamán entre chamanes, mago entre magos e inmenso ser humano.

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