Como máximos representantes del fútbol gallego, y como abanderados de las dos mayores ciudades de Galicia, Celta y Deportivo siempre han sido rivales, dos caras de la misma moneda. Durante décadas, han luchado en los mismos escenarios, por objetivos similares, con armas parecidas. Sin embargo, sus trayectorias se fueron separando en los años 80, desde que volvieron de la mano a la división de plata tras caer al pozo de Segunda B. El Celta se convirtió en un equipo ascensor, mientras el Deportivo quemaba etapas en busca de un ascenso que no llegó en toda la década.

Pero quiso el destino, o las altas instancias del fútbol español, o ambos, quién sabe, que la temporada 1986-87 marcase un punto de inflexión en las relaciones entre los dos equipos y sus aficiones, con consecuencias que aún perduran en el tiempo. Es una evidencia incuestionable que cualquier rivalidad crece cuanto más colisionan los intereses de los sujetos implicados: es por eso que la animadversión suele aumentar entre ciudades similares, entre equipos metidos en la misma lucha, e incluso afectada por factores políticos.

El play off

Cuando dos equipos rivales se ven las caras demasiadas veces en un breve intervalo de tiempo, el ambiente tiende a enrarecerse, y la situación se endurece. No hay que retroceder mucho para recordar aquellos dramáticos partidos entre el Barcelona de Guardiola y el Real Madrid de Mourinho, condenados a luchar por tres títulos cada primavera, que estuvieron a punto de llevarse por delante a la selección española, punto de encuentro entre muchos de sus enfrentados protagonistas.

La rivalidad trascendió el ámbito deportivo y lo empapó todo

Salvando las distancias, Celta y Deportivo se vieron luchando codo con codo en aquella maratoniana temporada experimental, la del play off por el ascenso, que los acabó enfrentando cuatro veces en busca del premio gordo. Demasiadas. Ya en plena promoción de ascenso, el partido de la primera vuelta en Vigo (tercera vez que se enfrentaban en esa Liga) dejó algunos incidentes, y cargas policiales fuera de Balaídos al final. La afición deportivista se quejó de que se les habían robado banderas de su equipo. La tensión fue creciendo y, para más inri, el derbi definitivo descartaría al perdedor de la lucha, y dejaría al vencedor a tiro de piedra de Primera. La rivalidad trascendió el ámbito deportivo, y lo empapó todo, incluyendo declaraciones políticas localistas fuera de tono.

Un partido jugado dentro y fuera del campo

Con este panorama llegó el importante encuentro, calentado desde la grada por 15000 espectadores, mil de ellos desplazados desde Vigo. El principal problema era que en aquella época no se delimitaba ningún espacio para la afición visitante, aunque sí había una nutrida representación policial en el estadio, y ahí empezaron los incidentes. Ya en la primera parte, tras serle arrebatada una bandera a un aficionado vigués, y quemada por los deportivistas, se produjeron las primeras cargas. Todo antes del minuto 43, cuando llegó la jugada que decidiría el encuentro y que, según los jugadores coruñeses, provocó que se encendieran los ánimos.

Una caída de Alvelo fuera del área fue sancionada con penalti por el árbitro Díaz Vega, que había sido designado a última hora en sustitución de Brito Arceo. El Pichichi Baltazar anotó la pena máxima y mandó al Celta con ventaja a los vestuarios. Fue entonces cuando se desencadenó la barbarie, con una sucesión de cargas policiales, agresiones, lanzamiento de objetos y golpes que daría la vuelta al país. Quince aficionados resultaron heridos, y también cinco policías. Pero lo más grave fue la lamentable imagen, y la enorme brecha que se abrió ese domingo entre dos aficiones enfrentadas.

Escalada de rencor

El marcador ya no se movió y el Celta consiguió el premio gordo, los dos puntos que le abrían las puertas del ascenso. Descartado el Deportivo, sus aficionados intentaron tras el partido cortar las vías del tren en el que iban a volver sus rivales a Vigo. No lo consiguieron.

Una semana después, fue el propio equipo el que buscó la venganza, alineando un equipo de juveniles contra el Castellón, ya que una derrota y un triunfo del Sestao sobre el Celta dejaba a los vigueses sin ascenso. Pero el Celta empató y consiguió el objetivo.

Derbis descafeinados

Celta y Deportivo tardaron en verse las caras hasta 1990, pero el daño estaba hecho. Durante muchas temporadas, la afluencia de espectadores al campo rival se redujo drásticamente. Apenas un par de autobuses, o algún tren con un centenar de aficionados, fuertemente escoltados por la policía, alteraban la paz de la ciudad anfitriona. Normalmente eran miembros de los Celtarras o de los Riazor Blues, nacidos aquella turbulenta temporada. El resto de aficionados, con las duras imágenes de Riazor todavía en la retina, preferían ver el partido en televisión.

Ha costado mucho tiempo, y cambios en la presidencia de los dos clubes, que las aguas empiecen a volver tímidamente a su cauce porque, aunque la afluencia ha ido creciendo en los últimos años, seguían produciéndose tristes episodios de emboscadas a autobuses y de lanzamiento de objetos, siempre fuera de los estadios.

Aficionados deportivistas intentaron tras el partido cortar las vías del tren en el que iban a volver sus rivales a Vigo

Fue el pasado verano cuando la situación dio un giro, ayudada por dos presidentes cargados de sentido común y buenos propósitos, Tino Fernández y Carlos Mouriño. A las declaraciones institucionales conciliadoras añadieron su beneplácito a la disputa de un amistoso en verano a beneficio del fútbol base. Una oportunidad de oro para que las aficiones de ambos equipos se diesen la mano en Pasarón. El experimento fue un éxito, dejando bonitas imágenes de aficionados de ambos equipos mezclados en la grada de Pasarón en un ambiente totalmente festivo.

Para los derbis de Liga, el acuerdo entre clubes es similar al de temporadas anteriores: algo más de mil localidades son reservadas para el equipo rival en la zona acotada para tal efecto. Ya no sólo viajan Celtarras o Riazor Blues. Las peñas se organizan y, a pesar de tener dificultades, consiguen fletar un buen número de autobuses para viajar. Pero esa oferta se ha quedado pequeña. Ante la creciente tendencia de viajar al campo vecino, son muchos los aficionados que no consiguen una de esas entradas, o que no tienen opción por no ser abonados o por vivir fuera de sus ciudades. Así que muchos se presentan en taquilla y compran entradas en ‘territorio hostil’, rodeados de rivales, e incluso vestidos con sus colores. Una práctica muy arriesgada en décadas anteriores, pero que está contribuyendo a que ‘o noso derbi’ sea la fiesta del fútbol gallego que merece ser.